No lo habían mandado al carajo. Estaba ahí por propia decisión y sin que nadie lo supiera. A no dudarlo; siendo apenas un mozalbete de diecinueve años, Nicandro Masto priorizaba su orgullo por sobre cualquier otro avatar y como en ello le iba la dignidad, prefería adelantarse a los acontecimientos e irse al carajo por sorpresa, para anticiparse a los deseos expresos de alguien que no fuera él mismo. Ni necio, ni arrebatado: decidido y seguro de sí mismo.
Tan seguro de sí, como cansado del olor a podredumbre y descomposición de las bodegas (los ahorros no lograron granjearle un viaje más holgado), se había deslizado invisible hasta lo alto del mástil, en procura de aire fresco y vista para solazarse, tras una tormenta de dos días que a punto estuvo de hundir la goleta en las costas africanas, alejándolos de la ruta demarcada por el capitán con destino final en el lejano Virreinato del Río de la Plata.
El calor húmedo, la furia chillona de los colores y esa claridad que le tajeaba las pupilas, habían logrado embotarlo, obligándolo a abandonarse a una reparadora siesta a media mañana.
Despertó sobresaltado por los graznidos de un cormorán oscuro que en su afán por alejarse de una bandada de gaviotas, ensayó una maniobra tan arriesgada como imposible, cayendo en tirabuzón alrededor del mástil, para sacar algo de distancia a sus perseguidores. Al tercer giro descendente, el ave impactó como una pedrada en su hombro derecho haciéndolo perder el equilibrio. Hombre y cuervo de mar se precipitaron al vacío entre gritos, graznidos y aleteos. Se hubieran estrellado contra el piso de cubierta de no haber mediado un rápido viraje del timonel que hizo dibujar un amplio arco a la vela mayor ya desplegada, contra la que ambos rebotaron para finalizar cayendo en las aguas turquesas ante el clamor desesperado de la tripulación y el pasaje que desde el casco pedían a una sola voz que rescataran al pajarraco.
A medida que aturdido se hundía en un sopor vivo y húmedo, le pareció divisar a pocas brazadas de donde se encontraba, al cormorán que luchaba con desesperación y un ala rota, por su vida. En un postrer esfuerzo, quiso gritar la injusticia de terminar así, pero al intentarlo sólo logró ahogarse con borbotones de agua salada que le irritaron la garganta y le cerraron los ojos con prepotencia.
Despertó la mañana en que cumplía veinte años, con su mano izquierda palpando una vieja cicatriz en un hombro. Procuró recordar cuándo o qué le había provocado una marca semejante, mas ningún recuerdo acudió al llamado. De inmediato, presintió que tenía un problema… o dos… o dos en uno.
Los pormenores cotidianos y hasta anecdóticos de su vida se habían diluido, restando en su memoria un inasible hilo conductor de lo que habían sido sus días hasta entonces. Sumado a ello y sin saber a qué atribuirlo, tuvo la sensación irrefutable de que vivía a contramano del mundo. Descubrió que había nacido en el tiempo equivocado. Nunca supo cómo, ni porqué. Asumió con simpleza, que había sido un resbalón del azar, de esos que ocurren una vez cada… siete mil millones de veces.
Lo cierto es que ahí estaba él, negado por completo a la lógica de las computadoras, internet, los teléfonos inalámbricos y todo aquello que requiriera el más mínimo cerebro para lo tecnológico comunicacional. Excedía su capacidad y a pesar de ello, nadie hubiera osado tratarlo de inútil o retrasado; por el contrario, se sentía un “adelantado involuntario”, con las consecuencias propias de no estar preparado para ello.
Ante la imposibilidad de comprender la fascinación de sus contemporáneos por la velocidad y vacío de los mensajes enviados por celulares y chat, había concluido por representar dicho dilema con la imagen del náufrago que desde un peñasco arroja apurado, al mar una botella con un papel en blanco cuidadosamente doblado en su interior.
Sus modales, su trato cordial sin distinción del interlocutor y su caballerosidad galante con las mujeres (no digamos damas, casi extintas en este universo de 2007) lo marginaban sin excepciones, en una muestra más de que la educación entendida como otrora, había dejado paso a otros valores. Bastaba que cediera el asiento en el ómnibus a una anciana o el paso a una joven en el ascensor, para que se le quedaran mirando con incomprensibles perplejidad y desconfianza.
Una tarde decidió buscar su tiempo, convencido de que no encajaba en éste. ¿Cómo hacerlo? No lo sabía, pero en su interior celebró la decisión. No cejaría en su empeño hasta encontrar lo que ansiaba o bien hasta que los años culminaran devolviéndolo a ese limbo desde el que había caído, demorado.
En algún eslogan publicitario había leído que “el tiempo es el que fija nuestro corazón” y hacia allí emprendió sus primeros pasos de búsqueda. Recorrió los vericuetos de ese laberinto de sentimientos, explorando cada rincón ignoto de su relieve, desempolvando su esencia con la paciencia del arqueólogo que con pincel desentierra una reliquia.
Encontró lo que no buscaba, al menos, de momento. Se convirtió en un experto del corazón –la tecnología continuaba negándole la entrada a sus dominios-, empero no logró intuir siquiera una pista que lo orientara hacia ese pasado remoto cuyo pasadizo le era esquivo.
No se amilanó ante la adversidad. Templó su voluntad en el fuego de los fracasos, como si la sucesión de derrotas le garantizara el hallazgo al final del viaje; una de esas bizarras intuiciones galvanizadas contra toda lógica, que logran guiar a algunos hombres más allá de la impenetrabilidad de las circunstancias que se les plantean.
En cierta ocasión, ató una cuerda a una rama de piquillín en los fondos de su casa y se colgó de los pies con la cabeza a escasos centímetros del césped, en la certeza de que la fuerza gravitacional actuando sobre su cuerpo invertido lo atraería hacia el núcleo del planeta, auténtica cuna del tiempo. Y el tiempo esa tarde, carecía de paciencia. Pasados quince o veinte minutos, la estructura del piquillín cedió al peso de la anatomía que pendía de sus gajos y terminó depositando con violencia a Nicandro, como ofrenda a la madre tierra. Un persistente dolor de cabeza y la creencia unánime de sus vecinos que se había despeñado en una locura sin retorno, fueron el epílogo de un atardecer estéril.
Su optimismo desafiaba el propio dolor y la sorda condena de un entorno entre escéptico y hostil.
Tras leer bibliotecas de tratados esotéricos, se encerró en el sótano pertrechado para varios días -a salvo de molestas intromisiones de luz natural- con una fuerte dotación de escarbadientes, velas y galletas.
Sentado en la habitación oscura, frente a una mesa de algarrobo encerrada en la burbuja tenue de la luz de una vela, sobrevivió a la traumática experiencia de hacer contacto con el único ángel o demonio –nunca lo supo- que acudió a su convocatoria de médium novato. El espíritu errante de Jëre-jëf, un esclavo de Senegal, capturado mientras dormía haciendo la digestión tras engullir doce huevos de avestruz, se asomó al encuentro y se prestó de buena gana al diálogo con Nicandro. Sin embargo, el empeño de ambos no pudo sortear la barrera idiomática, planteándose una serie ininterrumpida de malos entendidos que culminó con el espíritu dando por terminada la entrevista con un sonoro soplido que apagó la vela.
De nada valieron los esfuerzos de Nicandro por restablecer la conexión. Escuchó carcajadas de ultratumba, cuchicheos como si deliberaran y enseguida, los palillos dieron forma a una frase que en un principio se le antojó enigmática, para luego comprender la cruel burla de las ánimas. La frase decía “tuuu, tuuu, tuuu, tuuu… click.”
Superados la humillación y el enojo, dio por sentado que –sentido del humor al margen- las almas no tenían respuesta a su pregunta y sin perder tiempo se embarcó en un nuevo experimento con la misma férrea convicción que lo había llevado a dar el primer paso.
En otra memorable jornada, quiso comerse el tiempo. O eso pensó él. Quien ingiere tiempo, puede desplazarse por él, a voluntad. No obstante, ¿De qué está hecho y dónde puede hallarse? Lo meditó unos segundos y ya no dudó: despanzurró todos los relojes que sus bolsillos pudieron comprar en el negocio más cercano, vertiendo sus vísceras en guisos, estofados y hasta postres. Las mesadas de su cocina se convirtieron en un descarnado campo de batalla, con cronómetros y relojes de péndulo, de arena y de muñeca abiertos al techo, gimiendo las heridas. Hicieron falta tres lavajes de estómago consecutivos y una semana de internación en el hospital municipal para librar a Nicandro de la arena, el cuarzo y los chips de más de diecisiete relojes y un par de cronómetros, que nunca más marcarían las horas.
Una madrugada lluviosa se despertó con la angustia de un mal sueño anegado de gritos, plumas, dolor y agua salada. Se incorporó en la cama tratando en vano de armar el rompecabezas de la pesadilla, pero las piezas se negaban a dejarse ordenar. Caminó contrariado hasta el baño, abrió la canilla de agua fría para despabilarse, alisó con gesto distraído los cabellos que se le rebelaban en el remolino de siempre y sin saber porqué tuvo la impresión de que estaba siendo observado.
En efecto, un hombre de rostro enjuto, aire inocente, barba y bigote canos, lo miraba con fijeza. Presa del pánico, Nicandro permaneció inmóvil, incapaz de articular palabra, a la espera de que el extraño manifestara sus intenciones. Cerró los ojos aterrado, en una actitud infantil, implorando que el espectro se esfumara de la misma forma subrepticia en que había aparecido. Esperó segundos interminables y con lentitud fue levantando los párpados, sólo para confirmar que el viejo seguía allí, sólo que esta vez, percibió un vaho de miedo en su mirada. Eso le insufló algo de valor. Ya no era el único asustado. Estiró la mano para saludarlo, sin conciencia real de lo que estaba haciendo y el anciano hizo lo propio, pero no llegaron a estrechárselas. La helada materia del espejo impidió el contacto.
Como protagonista de una escena que intuía haber vivido (o anhelado), Nicandro reconoció los rasgos del anciano en el retrato al óleo de un desconocido sobre el escritorio de su bisabuelo. El descubrimiento, cuya trascendencia comenzaba a dimensionar le heló la sangre; comprendió que el hombre del espejo era una versión del pasado y muy entrada en años de sí mismo.
Las primeras palabras del reflejo, pronunciadas en un castellano añejo pero comprensible, confirmaron sus sospechas y le causaron una impresión tan honda como la fascinación experimentada al tiempo que el relato avanzaba.
“Soy Nicandro Masto, nacido en la villa de Marín. He vivido apenas unos años como hombre. Un olvido de Dios, la suerte perra o la fatalidad trocaron mi existencia un eterno vagar por los tiempos, al cortar el hilo conductor de mi vida hace ya más de doscientos años.”
Con apenas un eco de voz, el anciano narró su búsqueda de siglos por los espejos de hombres y mujeres, en procura de enlazar lo que alguna vez fue su pasado con un futuro hasta ese momento arisco; ambos extraviados una mañana de junio de mil setecientos noventa y siete, en que soñó que echaba a volar desde el palo mayor de una embarcación, convertido en cormorán. Explicó que en pleno vuelo, había despertado del sueño y al verse en el aire había entrado en pánico, llevándose por delante nada menos que el palo mayor de la goleta para caer luego con una seria herida en el hombro, a las aguas agitadas de un mar turquesa.
Desde entonces, se presentaba enmarcado en los umbrales de los espejos de todo aquél en cuyos sueños irrumpieran aguas de esa tonalidad, plumas, gritos y graznidos. Sólo que en esta ocasión, a diferencia de otras tantas, el espanto se había apoderado de su alma, al encontrar frente a sí, su vivo retrato, ciertamente más joven, algo extraño y aún así reconocible. Apenas dicho esto, la superficie del espejo fue cobrando porosidad y perspectiva humedeciéndose, y unas gruesas gotas de agua salada resbalaron por el marco hasta caer sobre el lavabo.
Empapado y temblando de emoción, el viejo traspuso los confines de su realidad y estrechó entre sus brazos al joven Nicandro, que en silencio sonreía entre lágrimas. Tras tantos años e intentos de ambas partes, la tragicomedia había llegado a su fin con el esperado reencuentro.
Los obreros tiraron abajo la puerta de la antigua casona en cuanto recibieron la copia de la resolución judicial que autorizaba al arquitecto a demoler la construcción para erigir en el lugar una moderna torre de oficinas con vista al río. La casa había estado habitada años atrás por un individuo solitario y amable, de modales refinados más propios de un pasado aristocrático que de un presente tan plebeyo como superficial.
En el interior, se toparon con un enorme espejo arrumbado, en cuyo cristal -muy deteriorado por el moho- asomaba la cara de un cuervo con una extraña mueca similar a una sonrisa.
Todo el piso del baño estaba tapizado de plumas, con una de las cuales alguien había escrito en el sitio en el que alguna vez había estado colgado el espejo: “Al fin me encuentro. Me voy. Quien necesite saber de mí, búsqueme en la página 374 del Tratado de Historia de Senegal… o en la 623 del Compendio de Zoología de África Occidental.. – Biblioteca Mayor de la ciudad de Córdoba.”
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