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Desde la ventosa ciudad de San Clemente, fuimos hasta la playa. Antes tuvimos por supuesto, que superar ciertos ineludibles menesteres referidos al transporte y las provisiones. Aunque en nuestro afán de trascendencia continua, tuvimos que admitir que de todas maneras, el tiempo perdido en el mero viaje, la soledad de la ruta, el frío, el calor, los vidrios empañados, el sopor del zumbido de los constantes cien kilómetros por hora, lo amargo del mate, el picor de ojos del humo del cigarrillo en el auto hermético, por no mencionar el acto mismo, el instante, de percibir que la negrura nocturna ya no es tal y que con el correr de los minutos despliega el cielo su paleta de rosados y celestes, tuvimos que admitir decía que vale la pena y que aunque no evoquen un pensamiento directo, dejan una huella en el alma, marcan un camino, son parte de un aprendizaje. Pero me estoy yendo por las ramas; la cuestión es que eventualmente fuimos a dar con nuestros huesos a la playa de Punta Rasa. Un lugar áspero, salobre, de ocres y grises y verdes apagados, con el río color león de un lado y el argentino atlántico, suavemente oleoso y salino del otro. El camino para llegar hasta la playa discurría entre pastizales y cortaderas. De repente, tras unos meandros, nos depositó en la infinita lonja de arena. Hacía frío, no había nadie, y la soledad expansiva fue llenando nuestras almas y vitrificando un poco los sinsabores del pasado. Al caer la noche, un pozo en la arena y algunas ramas, arrimaron un poco de luz y calor en esa oscuridad inmensa, aunque sería nuestra citadina impericia, la leña húmeda o quién sabe qué, nuestro fogón fue arduo de iniciar y lento en su progresar. El mate nuevamente, algún sólido para hacer diente, y más que nada respirar ese aire virgen, y aunque el olor a humo nos penetre por todos los poros y el viento frío quiera desgarrar nuestra piel, la charla y la situación cumplen su cometido, no podría afirmar taxativamente que éste es un viaje iniciático ni que estoy siendo partícipe de la Verdad Universal, pero que está bueno, está bueno. Ya sobre la madrugada, con la luna como testigo, queremos iniciar el regreso, la primera parte es fácil, desarmar el escaso campamento y apagar el rescoldo con los restos de yerba húmeda y algo de agua. Dentro del auto, con la calefacción al máximo, munidos del reflector que un tanto infructuosamente intenta desgarrar el inmenso y oscuro manto que nos cubre, buscamos también infructuosamente el maldito camino, que se empeñaba en ocultarse tras los traicioneros médanos. Traicionera también la memoria, que se empecinaba en tirarnos cierta referencia, "de donde dejamos esas ramas la salida tiene que estar acá nomás", e ilusos nosotros, que le hacíamos caso y dábamos vueltas y más vueltas repasando sobre nuestras propias huellas, sin poder salir de la playa. Más de una vez paramos, desconcertados, caminando a la escasa luz de los faros y el reflector. Trepados a los primeros médanos intentábamos ver más allá, pero una pared de negro parecía absorber el aire mismo, todo rayo de luz. La Nada. Cuando ya empezábamos a hacer chistes sobre llamados a improbables auxilios y estadías hasta el amanecer en la playa, so peligro de crecimiento de mareas y anegamientos varios, de repente la vimos. Ahí al costado, una liebre, que nos miraba. Al enfocarla con el reflector, sus ojos brillaron; fue un segundo apenas, un fulgor rojo, un resplandor, el reflejo de una horrorosa y eterna llama, dos pequeñas ventanas al infinito. Pero inmediatamente la mara salió corriendo, delante nuestro. La seguimos, quien sabe por qué. Cada tanto, en sus zigzags, el bicho miraba para atrás, como verificando que seguíamos allí. ¿Nos intentaba evadir o quería que la sigamos? De repente con un giro brusco a la izquierda, se mando entre las dunas cubiertas de pasto. Allí, semi oculto por el recoveco del terreno, había un camino. Pensamos que era "el" camino y nos mandamos detrás del animal. Avanzamos un trecho, luego un poco más. La arena lisa absorbía el ruido del auto al avanzar. El aire mismo, la oscuridad que nos rodeaban, tenían una cualidad acolchada e insonorizante. De repente la liebre aceleró y salió del área iluminada por los faros. Aunque hicimos un par de barridas con el reflector no la pudimos volver a ver. No estaba más. El camino seguía, pero estaba claro que ésta no era la senda de regreso a San Clemente. Nos volvimos a detener. Apagamos el motor, las luces. La oscuridad era total. No siquiera lográbamos ver el ojo del faro San Antonio, oculto tras algún médano. Nada. Ni un sonido. El aire estático. Encendimos sendos cigarrillos, y nos miramos las fantasmales caras al resplandor de las pequeñas brasas. Luego, yo no se si porque los ojos se fueron habituando un poco a ésta profunda oscuridad, por delante, me pareció percibir un resplandor, una bruma luminosa tan sutil que si la miraba de frente no la podía percibir pero si, en cambio, por el rabillo del ojo. Nos decidimos a avanzar un poco más, así que de vuelta al auto y hacia allí fuimos. Al rato quedó claro que se trataba del cambiante resplandor de un fogón, allá a lo lejos. Llegamos. Con un último crujir de ruedas sobre la arena plagada de fragmentos de caracoles, nos detuvimos a unos veinte metros de un grupo de ancianos que se calentaban las manos en una fogata, ésta, a diferencia de la nuestra anterior, hecha con enormes y crujientes ramas secas, que ardían intensamente, despidiendo su luz y su calor en medio de una ocasional lluvia de chispas. ¡Buenas! saludamos al grupo, que nos recibió con un lento girar de cabezas. Fueron directo al grano y el asunto se precipitó. |
Texto agregado el 24-07-2007, y leído por 126 visitantes. (0 votos)
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