El hombre concurrió al Banco de Billetes Falsos, ya que necesitaba dinero para pagarle a un amigo que le había hecho trampa -y por lo tanto- no merecía otra cosa. Una morena que le atendió en la caja, le brindó una falsa sonrisa y le extendió un fajo de billetes. Él, agradeció con un gesto ambiguo y contando aquella turrada con desparpajo, se dio cuenta que nada faltaba ni nada sobraba y sonriendo con falsía a la morena, salió muy campante de aquel banco. En la puerta de la institución, se encontraba agazapado un falso mendigo, al cual, Pericles, nuestro hombre, que en ese momento usaba un apelativo supuesto, le extendió un flamante billete, en el cual Miranda, el prócer de aquel país, contemplaba la gloria con sus dos ojos, en circunstancias que la historia proclamaba que aquel patriota carecía de un globo ocular y ocultaba la oquedad con una pañoleta negra.
Con el dinero en su bolsillo, Pericles pagó por un café descafeinado, un vaso de leche sin lactosa y después un jugo que lo menos que poseía, era extracto de fruta. Por todo aquello, canceló tres pesos y recibió de vuelto dos monedas de cobre, del año de doña Uca, las que recibió para regalárselas a un sobrino postizo que era aficionado a la numismática.
Un falso ciego le ofreció una corbata inglesa que, a todas luces, era falsificada y como Pericles no estaba para discutir por bagatelas, pagó dos Lambertos por ella, billetes en los cuales, el insigne poeta lucía frondosa cabellera, siendo que su característica principal fue, desde siempre, su reluciente calva. El ciego se retiró feliz y Pericles, exultante de dicha, pasó a comprarse una camisa que le hiciera juego a la corbata. Adquirió una de seda, que a simple vista se podía deducir que sólo era de raso. Pero la sofisticada sonrisa de la vendedora, quien lucía dos dientes postizos que pasaban como verdaderos, lograron que Pericles omitiera tan importante detalle y se retirara aún más dichoso que cuando había llegado.
Cuando Pericles le devolvió el dinero a Serafín, este guardó el fajo en un bolsillo disimulado en la pretina de su pantalón y le invitó a beber un whisky falso que, después de unos cuantos brindis, sacaba a relucir ciertos resabios de un licor original. Luego, ambos, ebrios y libidinosos, se dirigieron a un prostíbulo, en donde falsas meretrices les prodigaron sus favores, exigiendo sí, dinero auténtico, ya que, esgrimieron, que de todo lo existente, lo suyo era lo único que merecía considerarse verdadero. Ambos, convinieron que era así y les pagaron con billetes tan bien elaborados que cualquiera hubiera dicho que eran genuinos…
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