Me costó mucho trabajo llegar hasta arriba. Mientras ascendía por las laderas, mi respiración se entorpecía; el aire parecía nube. Mejor dicho, la nube parecía aire, por lo espeso que me resultaba respirar.
Al fin y no milagrosamente, alcancé la cima. Mi satisfacción duró muy poco tiempo. Descubrí a mi lado, una roca insignificante. Junto a ella, descansaba una hormiga insignificante. Mi fastidio fue grande, era evidente que este bichito había llegado antes. O en todo caso, llevaba más tiempo que yo en ese lugar.
¿Quién era insignificante ahora?
En un arranque de envidia y maldad infantil, tomé a la hormiga con mis dedos y la arrojé hacia el vacío. Una ráfaga de viento la arrebató enseguida, pude seguirla con la mirada durante unos segundos y tuve la impresión de que su cuerpito desparecía sin dejar rastro. Como si la relación de tamaños fuera suficiente para devorar su existencia, así de sencillo. Para ella ya no había suelo ni montaña; sólo el aire que la transportaba infinitamente. Cavilando todo eso, me senté en unas piedras y contemplé el paisaje; estaba arrepentido de haber arrojado al vacío a la valiente hormiga.
Un lago azul se extendía debajo, en la distancia. Los rayos del sol llegaban desde el este y le daban la apariencia de un espejo enorme, empotrado entre montañas. Sentí que la imagen me absorbía y tuve la intención de saltar, quizá el viento también me hiciera desaparecer. El mundo se olvidaría de mi cuerpo. Me Imaginé entonces, cayendo desde el espinazo del cielo hacia el centro de la tierra. No sería más que un punto de esa línea recta que trazaba mi imaginación. El viento me llevaría a su antojo, de un lado a otro. Moriría en ese bamboleo perpetuo del mundo y sus manos.
Cerré los ojos, estaba exhausto. Es que no hay cansancio que se compare con la idea de verse tan pequeño ante el todo, tan efímero a la vista de las rocas. Como una hormiga que cae desde la montaña.
(¿FIN?)
|