PIEL DE OLIVA
En agosto volvieron los gitanos. Entraron por Portocacho arrastrando los carros, cansados, con el polvo blanqueando sus cabezas de azabache. Fue un verano de calor sofocante y pájaros desplomándose del cielo. Yo estaba sentada en el umbral de mi casa, observando un gorrión que boqueaba, inmóvil, sobre el canalón de la fachada de la vecina, cuando él se cruzó en el camino de mi mirada. Pasó, erguido sobre una mula vieja, con la mano descansando sobre el muslo derecho, y un solitario de oro brillando en su anular. Tenía los ojos verdes, ribeteados por unas pestañas muy negras, como su pelo, la nariz ganchuda, la boca de labios finos, y la piel del color de las olivas que mi abuela machacaba con un mazo y ponía a endulzar en agua dentro de una orza. Vestía una chaqueta negra y raquítica, unos pantalones grises con rayitas de un tono más oscuro, y cubría su cabeza con un sombrero, también negro, del que asomaban los rizos del pelo. Me levanté y los seguí a distancia hasta la posada. Ataron sus mulas en las argollas ancladas a la pared de cal, y descargaron sus cosas. Estuve allí hasta que desaparecieron dentro de la posada, luego volví a casa. Por el camino, vi el cielo que ardía en llamaradas rojas detrás del cerro, y a Nicolasa, la niña de los vecinos, dando saltos a la vez que gritaba: “¡La Virgen está planchando!”. Le sonreí y acaricié su pequeña cabeza, algo achatada en la nuca.
Se llamaba José y durante una quincena recorrió el pueblo con su muestrario de quincallas. Vendía collares de cuentas de cristal irisado, perlas falsas, zarcillos dorados y colgantes de piedras azules, verdes, lilas y ámbar. Camelaba a las mujeres con su palabrería de jarabe, siempre atento al piropo preciso, a la adulación de cuellos y muñecas que, aseguraba con mucha convicción, realzarían sus encantos con las pulseras y otros abalorios que él conseguía venderles sin esfuerzo. Antes de que llegaran los días de feria, había acabado con las existencias y se dedicaba a recorrer las calles del pueblo, y a tomar chatos y aceitunas todas las tardes, en el quiosco que había en la plaza del Ayuntamiento.
Mi madre se compró un collar que evitó enseñarle a mi padre, algo tacaño para esas cosas, y que escondió dentro del armario de su cuarto, entre las sábanas y junto al ramito de espliego y a la pastilla de jabón Heno de Pravia. Lo sacó para la procesión de la víspera de la feria. Se puso su vestido de florecitas oro viejo y lució su collar de cuentas de colores que brillaban con el último sol de la tarde. Mi padre refunfuñó un poco, pero al verla tan guapa, enseguida dejó de protestar y le ofreció el brazo para salir de casa y bajar la calle.
Cuando veníamos de la ermita, camino de la iglesia, con Santiago subido en su corcel blanco, las patas alzadas sobre dos moros que levantaban sus manos intentando protegerse de los cascos, lo vi acodado en la barra del quiosco, con un chato en la mano, hablando con el camarero. Apenas dirigió una mirada a la cabecera de la procesión, donde la señorita Dorina, la más devota del pueblo, gritaba vivas a Santiago bendito, que eran secundados por el resto de las mujeres; ni a los escopeteros que hacían restallar el aire con el estampido de los disparos de fogueo. Pero al pasar cerca de él, dejó de hablar unos momentos y miró hacia el lugar donde yo iba con mi vestido nuevo de crepé amarillo, al lado de mi madre, y cerca de Aurora, la viuda joven de Juan el minero. Entré en la iglesia pisando nubes de algodón dulce por aquella mirada, y frente al altar, de rodillas en el reclinatorio forrado de terciopelo morado, deseé crecer deprisa y hacerme una mujer tan guapa como mi madre.
A la viuda Aurora, jaquetona, de mirada encendida y andar orgulloso, se la veía en el mercado comprando una chuleta de cerdo, una lechuga, algo de leche; lo justo para ella sola. A la caída de la tarde, bajaba al cementerio y cambiaba las flores del jarrón metido en el círculo de hierro pintado de negro, a un lado de la lápida del marido recién muerto. Y por las noches, tomaba el fresco sentada a la puerta de su casa, enlutada de arriba abajo, en la misma mecedora donde el marido veía amanecer mientras intentaba atrapar el aire con sus pulmones atascados por el silicio de la mina. Buscaba el oxígeno, como aquellos pájaros derribados por una atmósfera espesa del peor verano que yo recordaba.
Los cuatro días de feria, la viuda Aurora se quedaba sola, meciendo su desgracia, mientras todos los vecinos recogían sillas y hamacas de la calle, y desfilaban con sus mejores trajes camino de la plaza del Ayuntamiento, donde una orquesta tocaba hasta el amanecer, pasodobles, cha-cha-chás, sevillanas y las canciones de moda, subidos en un tablado preparado para ellos, bajo hileras de luces de colores y banderines y globos que se cruzaban como un enramado sobre las cabezas.
Antes de que la orquesta comenzara a tocar, alrededor de las once y media de la noche, los gitanos hacían una representación, siempre la misma, en la que una mujer le pedía cantando a un betunero, que le limpiara los zapatos. Ponía su pie sobre una banqueta de madera y José le contestaba con otra canción que hablaba de su deseo de poseerla. Me gustaba la pantorrilla de ella, y su empeine asomando del zapato con tacón de aguja; envidiaba sus formas de mujer y el deseo que despertaba en él. No me perdía ninguna de sus representaciones, calcadas unas de otras, que siempre terminaban con la indiferencia de ella y la frustración de él. Al principio creí que se trataba de su mujer, pero pronto comprobé que no tenían más relación que la de formar parte de aquella caravana de gitanos que volvían al pueblo, puntuales, todos los meses de agosto. Una vez que terminaban su actuación, él se iba a beber chatos de vino, y ella se ponía frente al puesto de tiro con escopeta. Cambiaba pesetas por perdigones y daba cigarrillos a los que, a pesar del desvío del cañón, lograban derribar uno de los corchos alineados en estanterías.
Siempre contaba los días que faltaban para que terminara la feria con algo de tristeza, como si fueran oro líquido que se escapara entre los dedos de mis manos. Me gustaban los bailes en el salón “El Español”, con música de Los Brincos, Los Bravos y The Moddy Blues, girando en el tocadiscos. Me gustaban las siestas de calor que empapaba las sábanas de la cama donde nos cruzábamos mi madre, mi hermana, mi padre y yo. Me gustaban las tardes enlazadas a la noche, como una tregua de sueño, pues las puertas no se abrían hasta más allá de las siete, después de reponer fuerzas para aguantar hasta la madrugada. Me gustaban las sesiones dobles de cine al aire libre, los bailes en la plaza, los concursos de la escoba, de la patata... Me gustaba beber Fanta de naranja y de limón, para apagar la sed que daban las gambas, los camarones y las quisquillas, conservadas con mucha sal, que traían los vendedores ambulantes: kilos y kilos de mercancía sobre plataformas de madera con ruedas que ayudaban a transportarla de una feria a otra. Me gustaban las madrugadas, cuando el aire venía fresco de sierra Boyera y había un respiro del calor agobiante del día, y ya los mayores se habían retirado, y nos quedábamos los niños y los jóvenes a mojar churros y porras en chocolate. Pero aquel año sentí una mayor tristeza cuando acabó la feria.
Llegó la noticia al día siguiente, cuando las calles mostraban la resaca de los cuatro días, cubiertas de confetis pisados, de banderines pendiendo de hilos rotos, y de bombillas apagadas. La trajo Engracia, la alcahueta oficial del pueblo. No esperó a que el sol subiera hasta la mitad del cielo, ni a que el canto del gallo dejara de oírse en los corrales, ni a que los últimos en recogerse por la mañana cogieran el primer sueño, ni a que las piedras de la calle se enfriaran del paso de los cascos de las mulas de los gitanos que remontaban Portocacho. Aporreó puertas, vociferó los nombres, contó la historia a través de postigos y ventanas. Aurora, la joven viuda, la mujer enlutada que cada tarde bajaba al cementerio a llorar a su marido muerto y a renovarle las flores, la que mecía su soledad en la mecedora cada noche, distrayendo el calor de agonía de aquel verano de infierno, se había marchado con José, piel de aceituna, ojos verdes, jarabe en la voz y mucha labia con las mujeres.
De cómo prosperó aquel amor prohibido, dio buena cuenta Engracia, que aprovechó la ocasión para quejarse de que su hija no le hizo caso cuando le contaba que una de aquellas tardes de chicharras enloquecidas, vio a Aurora caminar hacia el cementerio, con su ramo en el hueco del brazo, y a él detrás, a corta distancia, sorteando cardos y pisando matojos, siguiéndola como un enajenado. Eso contó mil y una vez la alcahueta del pueblo. Aseguró haberlos seguido hasta la misma cancela del cementerio, y desde allí los espió y fue testigo del sacrilegio, pues no podía ser otra cosa lo que hicieron, bajo un sol que resquebrajó la tierra de las tumbas, desnudos, sobre la lápida del muerto.
Durante mucho tiempo se habló de Aurora y del gitano en todos los corrillos. Las mujeres santiguándose, pero atentas al menor detalle; los hombres compadeciéndose del marido ultrajado, el pobre, tan joven y morir así, asfixiado, y con la deshonra sobre su tumba. A mí me dolió aquel primer desengaño, y al principio sentí mucho rencor hacia la viuda, pero cuando llegó septiembre y comenzaron las tormentas a refrescar el pueblo, el recuerdo amargo de José se fue diluyendo en el agua que corría por las calles hasta desaparecer por las alcantarillas y dejé de estar resentida.
Al año siguiente, en agosto, volvieron los gitanos, sin José, piel de oliva, ni Aurora, a quienes nunca más volvimos a ver por el pueblo. Fue el año en que Massiel ganó el Festival de Eurovisión, mi madre me hizo un vestido con el mismo volante en el bajo que ella lució, y conocí a Manuel, un chico de ciudad que vino a pasar las vacaciones con su tía.
|