Qué pena con la Doctora. Qué pena, no por haberla visto desnuda, lo cual a propósito fue grandioso porque tiene un cuerpo hecho por los dioses especialmente para ella. Ni por haber tratado de hincar mi diente favorito, aquél con el que hábilmente cazaba Salamandras en Fermintópolis, ese pueblo asquiento y grandioso, de casas grandes e iluminadas, de clima fresco y de ambiente tranquilo, de asesinos a sueldo, prostitutas gordas y magos retirados. De Rosaura la polaca, la que usaba sudaderas ajustadas y trotaba sensualmente por Achirimicuatí, aquel parque extravagante tan lleno de excesos como de árboles muertos... Ese mismo diente amarillo y filoso, sobre su dedo meñique de la mano izquierda. Ni siquiera por haber roto sus diplomas, ponerlos en la trituradora de papel y verlos destruirse mientras sonreía desgraciadamente. Tampoco por haberla empujado suavemente con mí pie, el mismo pie con el que pisé un algodón deshidratado manchado de sangre, sangre de... ¡Quién sabe quién! No, no fue por nada de eso... La verdad es que ya no me acuerdo por qué. Mejor lo dejo así... ¡No! Mejor le pregunto a alguien que lo vio todo.
- Doctora, ¿Qué fue lo que le hice o lo que le dije que me dio tanta pena?
- ¡Uy! Eso va a estar grave, porque yo no sé quién es usted.
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