Carnavales todos los días
La calle baja empinada, hasta una zona comercial, venida a menos. Es el límite del barrio, una fractura que la ciudad ahonda cada día.
Popeye acaba de doblar la esquina, que da a una cancha de deportes con rejas más altas que una cárcel de seguridad. Primero aparece él, luego una correa que termina pasos atrás en un perro, enorme y cansado, esta vez no entrará al bar, al otro lado del inicio de la calle, no por ello dejarán de saludarle:
– ¡Popeye! ¿Madrugas? – sale desde el interior una voz balbuceante, a duras penas consigue sortear las escasas cuentas de cristal de la cortina de paso del bar. La bombilla de un amarillo pegajoso que pende del techo y el exceso de luz del exterior no impiden apreciar las siluetas de sus pintorescos ocupantes; quienes aguantan que no caiga la barra del bar, todo el bendito día, son como un trío de los panchos, un trípode tambaleante, inseparables. Al fondo, sentado en una ridícula mesa redonda con taburetes de niños, un hombre enfundado en un mono rojo de taller mecánico no aparta la vista a la esquina del techo, donde no corre peligro un televisor, últimamente permanece encendido en un canal donde repiten sin compasión los partidos del mundial de fútbol, jugados de madrugada en el otro rincón del mundo, encochinado, hoy no conoce ni responde a nadie. Popeye, sordo, sigue de largo, el perro mantiene la mirada clavada a la puerta del bar.
Lo que antes era un punto diminuto allá abajo es inconfundible ahora, acera arriba se acerca andando deprisa Manoli. No es el vestido ajustado con lentejuelas regando guiños de colores, ni los tacones imposibles o las pestañas interminables lo que llama la atención de la gente. Olfateando el encuentro, el perro mueve enérgico el minúsculo tronco que tiene como rabo. Manoli al llegar a su altura, corta con las tijeras de sus piernas el aliento de los viejecitos de la esquina, en cuclillas zarandea el hocico del animal, apretando unos morros grotescamente rojos. Popeye sonríe el cuadro de efusividad de estos dos antiguos conocidos.
– ¡Pero mira esos ojos, si es que hablan! – dice Manoli acariciando al animal.
–Ya sabes, a la tarde me tocas en la puerta, y ten cuidado, mejor tira por la calle de atrás que hay lío ahí abajo ¡Es que es lo de siempre de este puto barrio!– se despide Manoli, liberando la voz al viento, con andares más tranquilos, de contoneos más habituales.
La calle no reposa un momento, rueda cuesta abajo. El aire es un vaivén de olores: manteca y hierbabuena, ajillos y perejil, romero y toronjil.
De la asociación de jubilados han asomado dos viejecitos, cartas en manos avanzan hacia el precipicio del bordillo de la acera, tuercen el cuello calle abajo. Una señora se desborda contra las rejas del balcón, lleva unos minutos observándolo todo, abofetea al aire, se dirige hacia los ancianos y al resto del planeta:
– ¡Otra vez, ahí los tienen! ¡Todos los días igual! ¡Aquí no se puede vivir!– proclama.
La calle entera son cabezas que salen de aquí y allá apuntando hacia el parque donde los fumatas incondicionales se han apostado en los mejores lugares, obligando al vendedor de cupones de ciegos a apartarse de su esquina, lejos de abandonar su recitar, continúa la letanía sin fin:
– ¡Para hoyyy! ¡El cinco señoreeees!
Popeye ha desoído los consejos, siquiera cruza de acera, reclama esta, la suya, es una mula con orejeras, directo hacia el tumulto, acorta la correa del perro arrollando dos vueltas sobre su mano. Los macarras han formando un círculo, una melé que no deja ver lo que en su centro está cocinando, los gritos de amenazas reverberan con fuerza en toda la calle, azuzando a Popeye que se ha entrometido en la agarrada:
– ¡Métele al perro Popeye! ¡Dale!
Se intuye entre la muchedumbre un ajuste de cuentas, un forcejeo que ha arrancado un jirón de camiseta a uno de ellos, en respuesta este ha sacado una navaja. Una convulsión amplía el círculo de inmediato.
– ¡Tengo el cinco señoreees! ¡Para hoyyy! ¡El cero noventa y uno! – Se desgañita, más fuerte aún, el ciego.
– ¡Quita del medio, subnormal! ¡Te rajo al perro!
– ¡Para hoyy!¡El de rojo!
– ¡Te mato cabrón, juro que te mato! ¡Aparta el perro!
Los vecinos es un puchero que hierve, alongados a las azoteas, balcones y ventanas, vociferan; del balcón a la calle, de acera a azotea, desde las azoteas al cielo, un circo romano que brama incoherencias y verdades, impotencia y rabia.
Ha sonado un disparo sordo, quizá un petardo… aúlla una sirena, más estridente por momentos, un coche baja loco la calle, desde las azoteas cae un chaparrón contundente; vuelan ladrillos, piedras, un cepillo, estallan tomates contra las lunas del vehículo, una chancleta… El camello de la navaja ha desaparecido entre callejuelas, los agentes de policía otean amenazadores hacia las azoteas, chorrea alguna clara de huevo por la gorra, el perro de Popeye lame los adoquines arrastrando la correa, el vendedor de cupones ha recuperado su esquina, los chiquillos juegan a voltear alrededor del coche bailando las luces azules que giran, dando patadas a la chancleta. Un agente intenta espantarlos en vano y al resto del gentío:
– ¡Qué miran, no hay nada que ver aquí! ¿No oyeron? ¡Circulen! –
Un navajazo habrá dejado este hilo rojo sobre la acera que se pierde tras un portal, es inútil que pregunte, le escupirán antes de contar nada, ninguna promesa ya los engatusan. Casi todas las casas tienen puerta trasera que dan a otras callejuelas, decenas aquí, tan estrechas que apenas dejan pasar dos hombres obligando a saltar la hendidura central que hace de acequia.
La tarde amansa engañosa, una farola ha lanzado tres destellos, el vendedor de cupones recoge su silla de tijeras, al cuarto intento queda prendida una tenue luz anaranjada que ganará poco a poco en intensidad, ilumina la entrada del bar, el perro de Popeye espera pacientemente echado bajo el quicial.
El trío inicia, al rasgueo del guitarrista, por enésima vez la misma canción, el mismo bolero, tres lobos gimiendo a una bombilla mugrienta…
– ¡Que no te pongo otra, ni una más, te enteras! Dicen detrás de la barra.
– Mañana te pago, por lo más sagrao– Suplica Popeye, besándose los pulgares en cruz. Ante la negativa se acerca unos pasos hacia el rincón.
– ¡Aparta de mi vista Popeye! Grita el hombre del mono rojo, sin dejar de mirar el televisor.
– Jurao que no sé donde lo perdí, ayer estaba muy mal.
– ¡Te lo fumaste Popeye, así llegaste mamón, te mandé a por cuatro piedras, una sola era para ti!
– Venga tío, no te pongas así, mañana arreglamos, me salió otro negocio.
La vida no quiere parar, la esquina del parque sigue vendiendo, las cucarachas recorren el filo del estante de botellas con pachorra… Afuera, suena un claqué de tacones, es Manoli calle abajo, el trío asoma, Popeye se une a la improvisada serenata
– ¡No apareciste maricón! En la puerta dejé el cuenco lleno, si es por ti se muere de hambre el perro, qué coño te pasó en el brazo–
En un portal, enfrente, sacan banquetas, ocupan la calle, una mesa de playa, la vida que se desparrama sobre ella, un plato con aceitunas, otro de enyesque; unos chuchangos, culos de ron y una baraja; –¡Envío!– desafían –¡Veo!– responden …El perro se echa paciente junto a ellos, sabe que todavía le queda esperar, de vez en cuando cae algún trozo, una caricia. La farola ya ilumina más blanca, las polillas revolotean allá arriba, los chiquillos más a ras de la vida, la única que les tocó en suerte, la que agarran con tantas ganas.
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“Cuentan que la mayoría de las familias de este lugar, se sostienen gracias al tráfico de drogas, que de una forma u otra todas tienen algo que ver con ella. La ciudad prefiere mirar a otro lado, agrandando la grieta entre lo mísero y el lujo, amoral e hipócrita se diría que hasta necesitara de esta “infraestructura urbana”; la de las “cloacas humanas”; la del “estercolero de personas”, donde amontonar y esconder sus deshechos, donde no molesten, ni afeen. Dicen también de este histórico barrio olvidado, que fue durante la dictadura, baluarte de resistencia contra la prohibición de los carnavales, aún esta gente la sigue viviendo, como parte sentida de su idiosincrasia, quizá sea uno de los motivos de su manía tan empecinada, a pesar de todo, de aferrarse a la vida, de interpretarla, bailarla…”
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