Era un gran hombre, eso hacia creer el montón de gente que asistía a su funeral. Los comentarios que allí se oían daban la idea de un hombre dedicado a su hogar, honesto, humilde y trabajador. Su esposa era la mas convencida de ello y se ponía de ejemplo a sí misma y a su hija, una linda y apagada muchachita. Gritos y lamentos salían por doquier. Al mediodía, en medio de un calor aplastante, se celebro la misa en honor de su majestuoso espíritu. Por poco hubiera sido canonizado. Luego, al ir al cementerio, la mujer se desespero, rompiendo desesperadamente en llanto, teniendo por único consuelo a la adolescente. El cuerpo del hombre sería cremado. Por más que la mujer trató de abogar por la otra posibilidad, debido a que tenía la creencia, muy arraigada, de la conciencia de los muertos hasta tres días después de su defunción clínica, su hija lo decidió así. Un último despido y otra escena de gran tristeza embargo el ambiente. Uno a uno, fueron pasando frente al ataúd y le agradecieron tantas cosas, que la luna ya se paseaba en el firmamento. Para finalizar, su mujer le agradeció el gran esposo, y sobretodo, el gran papa que fue; su ejemplo dado a la hija y su pulcritud hasta la tumba. La persona que terminó hablando, su hija, dijo en voz muy alta, estas palabras que no serán olvidadas por ningún miembro del grupo: “Hasta nunca papa, ya no podrás violarme otra vez”.
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