Tú no sabes que el enemigo existe
hasta que se insinúa
se revela
se vuelca en toda tu estatura.

Tú no lo sabes hasta que su risa atronadora
perfora tus lóbulos glaciales como escalpelo incandescente

no lo sabes hasta que lo descubres
conspirando tu fin en el cuarto de visita

(no lo sabes, porque convenía no saberlo)

El enemigo existe y no lo sabes
hasta que al espiar por la cerradura
en la noche lóbrega, antes de dormir,
lo descubres perfumándose con tus dolores.

Voluntaria tu inopia
hasta que hallas en su mesa de noche
una estampita que reza:
mañana-estarás-acabado.

El enemigo está ahí
y no lo sabes hasta que el oráculo emana:
su-felicidad-es-directamente-proporcional-a-tu-desgracia.
Sigues sin (querer) saberlo
hasta cuando el almíbar inunda tu boca
y él te dice: es-dulce, pero-nada-es-lo-que-parece

(no lo sabes, porque siempre fue mejor así:
nunca aprendiste a pelear,
a dejar la vida defendiéndote)

Tú no sabes de esa presencia sempiterna
hasta que la tienes enfrente sacándote los ojos
y lacerando tu corazón sin decir:
lo-siento, ¿nos-damos-una-tregua?

No sabes del enemigo hasta que tu ángel de la guarda
abandona el país de tu espalda,
tu carne no se suelda más a tus huesos,
y tu mente es un paraje lejano
e inaccesible
como tu alma dispersa.

No lo sabes hasta que al mirarte al espejo




ya no te encuentras.