Como buitres entre la carroña los primos, tíos y demás deudos entrecruzaban alaridos, señas e indirectas en el tan mentado velatorio. José Ruiz, de 102 años, había muerto en el pueblo a causa de un paro cardíaco al despertar, después de una vida placentera junto a su mujer. Y el negro de sus ojos se extendía entre la multitud que iba de un lado al otro llevando el alma del finado, bajo un sinfín de velos oscuros que tapaban sus deseos más dilatados. Los chicos corrían alrededor del féretro que yacía enmudecido ante el espanto, los mayores murmuraban sus aventuras de muchacho a la vez que trataban de acertar el monto acumulado, los de mediana edad sólo aparentaban el dolor de su repentina pérdida. A la izquierda del salón, frente a su rostro inmóvil, la viuda se entregaba al amparo del llanto que no le daba tregua, delgada, gris, con sus labios abarcando la desolación. Y el tiempo fluctuaba entre las miradas cómplices que aguardaban el conteo, entre las fábulas que hoy burlaban al destino de otros tantos. El eco de un pequeño aisló el silencio sepulcral mientras gritaba: - El abuelo ya murió, ¿Ahora podemos ir a buscar su plata...?
Todo había quedado estatizado en la angustia de ese niño que no dejaba de repetir la misma frase, detrás los corrillos, las voces de disgusto, los padres recriminándole al pequeño, las sombras rondando la veracidad que habitaba en esas letras, junto a la silueta de una viuda ajena a todo.
José Ruiz despertó de su siesta luego de un sueño difuso que lo había angustiado, su mujer aún dormía paralela a él ante sus pupilas silenciosas. El flash onírico volvía a su mente dolorida como un puñal que traspasaba su confianza entrando y saliendo de su ser, mientras un dolor suave, a los 102 años, hacía que su corazón se esfumara lentamente.
Ana Cecilia.
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