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TITULO: YO FUI SEMINARISTA.
AUTOR: EMILIO CORONA


Este pequeño Cuento, nos retrotrae a hace algunas décadas. Su autor lo presentó en el año 2005 al Certamen de Relatos Cortos Fundación Vargas Zúñiga, dentro de la Universidad de Salamanca. El Jurado le concedió el primer premio.

Semblanza del autor: Emilio Corona, nace en una pequeña Villa de la provincia de Salamanca, Valdelosa, por más señas. Cursa diez años de carrera eclesiástica. Más tarde, realiza estudios de Magisterio, Graduado Social y Pedagogía. Ha escrito bastante poesía y menos prosa. Amante de las antigüedades y, al decir de los entendidos en la materia, es buen especialista en la reparación de relojes antiguos, su verdadera vocación. Amigo de la música, participa en un coro de la ciudad. Este pequeño relato, son muchos recuerdos y algunas fantasías del autor, traídos ahora desde la noche de los tiempos.
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YO FUÍ SEMINARISTA

Calle de Montejo, Calatrava inmenso,
De hambres, de miserias y de frío intenso.
¡Cuantos jovencitos que tus muros vieron,
Soñaban ser curas y nunca lo fueron!
Pequeñas pasiones, corazones tiernos…
¡Cuantas ilusiones, marchitos recuerdos
Traen a mi mente pretéritos tiempos!...

Con estos versos, encabezaba yo una triste poesía de mis años mozos, allá por el pasado siglo y que recordaba una historia de las de llorar a moco tendido.

Quizás más adelante os la acabe de contar. Lo cierto es que aquí vais a conocer la realidad de un retazo de mi vida pasada, de un pasado de hace la friolera de casi mil años, (al menos así le parece a mi mente, entre las telerañas del vago recuerdo), cuando yo arribé por vez primera hasta el Seminario de Calatrava. Aclaro para los menos versados en la geografía local, que la que hoy se conoce en Salamanca como calle del Rosario, era denominada en la lejanía de mi infancia, como calle de Francisco Montejo. El por qué del cambio pudiera deberse, pienso yo, a que en determinado momento, sesudos asesores municipales entendieran que el tal Montejo tuviera que ver con el yugo y las flechas. Nada más lejos de la realidad. El pobre Francisco, al que me refiero, fue compañero de Hernán Cortés allá en las Américas.
Por aquél entonces, se empezó a rumorear que yo podía ser que tuviera hasta vocación de cura.
Esto es lo que le decían a mi padre, el señor Emiliano, las monjitas jesuitinas, aquellas que en los veranos, porque estaban delicadas de salud, se iban a reponer al pinar del Rollo (bueno, un poco más abajo, junto a la fábrica de zapatillas). Seguro que os estaré formando un lío de padre y señor mío y que no os estaréis enterando de nada. No me extrañaría. Resulta que don Fernando y doña Josefa, medio emparentados ellos con la Pollita de Oro (rica solterona, que creó una Fundación para financiar vocaciones sacerdotales), vivían en una hermosa casa ajardinada, junto al palacio Monterrey., muy famoso en la ciudad de Salamanca y propiedad, casualmente, de la misérrima duquesa de Alba. Eran los susodichos Fernando y Josefa, gentes de muchos alcances y buena sociedad. Él era presidente del Tribunal Tutelar de Menores. Ella, sus labores, más bien pocas, porque tenía criadas. Junto a la referida fábrica de zapatillas, vulgo Tejisa, eran dueños de un extenso pinar, con una hermosa casa solariega, abajo, junto a la carretera de Aldealengua y un par de casuchas en la parte de arriba, junto al Camino de Cabrerizos.
Como quiera que el señor Emiliano, mi buen padre, era recadero y jardinero del tal don Fernando, vivía gratis en una de las tales casuchas. Tenía el señor don, una hija muy frescachona y saludable, que se había metido monja como la hija de don Juan Alba, de la canción. Cuando llegaban los veranos, todas las monjitas de mala salud, se trasladaban hasta el pinar, para reponerse. Decían los sesudos galenos que los aires de los pinos eran muy aconsejablespara la salud. Y por allí, pinar arriba, pinar abajo, merodeaba el .niño que era yo, aprendiendo las primeras letras en la escuela de don Severo, junto al depósito de las aguas y el parque de bomberos, e intentando cazar pájaros con mi “tirichi”. Tenía yo por aquel entonces, nueve añitos. Cómo convencieron las monjitas al señor Emiliano,para que su pequeño, fuera al seminario, es algo fácil de entender. Además su hijo, o séase yo mismo, bajaba todos los días bien tempranito a hacer de monaguillo en su colegio de la calle Zamora.
Por cierto, que aún tengo grabados en mi mente los enormes chapiteles, que como inmensas estalactitas, pendían cada invierno, bajo el .puente de cemento de la vía del tren. Esto me recuerda que mi padre era ferroviario. Total que con tantas disgresiones, aún no he entrado en el seminario de Calatrava. ¡Señor Emiliano – insistían las monjitas- su hijo tiene cara de ángel! Es seguro que Dios quiere que sea un buen cura!. Y ahí tenéis al niño entrando un buen día, en el Seminario. ¡Cómo se las arreglaría mi pobre padre para poder pagar la mitad de mi estancia y además los libros es algo que resulta casi milagroso!Ya os he mencionado que mi padre era ferroviario, pero nada de maquinista, fogonero o jefe de estación. Era un simple lavador de máquinas, con un sueldo raquítico y un trabajo como de deshollinador. Cuando, al caer cada tarde, regresaba el buen hombre del depósito de máquinas de la RENFE y entraba en casa, parecía talmente un carbonero, con la cara tiznada, a pesar de venir lavado a conciencia. Su mono era todo un poema de suciedad y de hollines. Insisto, pues, en mi sorpresa de cómo se las compondría mi señor padre para ahorrar aquellos durillos necesarios para pagar mi educación, y menos mal que la otra mitad se pagaba con los recursos que, para tales fines, había dejado la Pollita de Oro, solterona benefactora de la urbe, como antes he apuntado. Y ya tenéis al niño Emilio – no os había dicho hasta ahora que tal es mi nombre- dentro de Calatrava, empezando a lidiar con los latines y demás zarandajas. Y si veis que ahora Calatrava es como un gran hotel, en aquellos años de triste memoria, era como un gran caserón destartalado, frío e inhóspito. Los inviernos más terribles de mi vida, allí los sufrí. Las penalidades más grandes, allí las padecí. Con los dedos a punto de reventar y las orejas llenas de sabañones, porque entonces aún no se habían inventado las calefacciones, al menos, no para los pobres. Y entonces sí que había seminaristas en cantidad y no como ahora, que brillan por su ausencia. Baste decir que en aquel mi primer curso de Latín, entramos nada menos que cuarenta y cinco pipiolos de once añitos, aunque recuerdo que a la meta final llegaron solamente trece. Eran aquellos difíciles años de dificil economía, años de falta de recursos, años de fielatos y de controles estatales. Si hasta mi pobre padre, cuando traía del pueblo algunas viandas para sacarnos del apuro, tenía que apearse del tren en marcha y a través de las tierras, evitando los carabineros, llegar a casa sudoroso y tembloroso. Fueron duros años de triste recuerdo. Don Eutimio, el ecónomo del Seminario, se las veía y se las deseaba, para, correteando por la Armuña, de pueblo en pueblo, conseguir lentejas y garbanzos para el sustento de los futuros curitas.. ¡ Ay aquellas sustanciosas lentejas, sin asfixiar, llenas de bichos negros y enormes!. Cuando llegaban al plato, no había más remedio que reventarlas, separar los bichejos a un lado, como en una parva y trincarse el resto. ¡Y os puedo asegurar, palabra de sufridor, que no exagero lo más mínimo! ¡Y mira que soy escrupuloso! Si cae algún pequeño insecto ahora en mi café ¡ya puede estar listo, que va enterito al desagüe!. Y sin embargo, entonces… ¡Bien dice el refrán que al buen hambre, no hay pan duro!
Pernoctábamos en enormes dormitorios corridos. Junto a la cama, cada quisque con su palanganero, palangana, cubo y toalla. Por la noche, dejábamos ya con agua nuestra jofaina, porque bien tempranito había que asearse. ¡Cual no sería el rigor de aquellos inviernos, que, al levantarse uno, a las seis y poco, había que quitar el carámbano al agua antes de las abluciones matinales. Puedo aseverar que el gélido céfiro de aquellas noches, se llevó para siempre, trozos de mis orejas A pesar de todo, éramos bien felices y nuestros pequeños corazones estaban inundados de ilusión. Nuestros ojos de niño se estaban abriendo a la vida y nuestras mentes al conocimiento. Bajábamos a la capilla y después de una hora larga de oración y meditación, desayunábamos en silencio (desde el púlpito, un lector nos recordaba la trascendencia de la muerte y la necesidad de tener buena conciencia, entre otras cosas) y acto seguido, comenzábamos a luchar contra los latines, las matracas, las historias y demás…. Horas de clase, horas de estudio, horas de oración y siempre tiritando de frío en el crudo invierno. Y menos mal que la buena de mi madre, santa ella, me había preparado un “folgo” que casi me calentaba los pies. Y es que resulta que en Valdelosa, mi tío Pepe tenía ovejas. Pues con la pellica de una de ellas, me prepararon una especie de pequeño saquete, cosido con la lana hacia dentro y en el que metía yo ambos pies hasta casi las rodillas. Y mientras intentaba quedarme con el “rosa-rosae”, aquello del folgo era como una bendición. Recuerdo a uno de los “profes”, que, cuando armábamos jaleo en clase, nos decía con cara de enfado:”Sois peor que los zulúes”.Tenía el hombre, más razón que un santo. Armábamos más que los coches viejos... Y así un día y otro día y un mes y otro mes pasó… Los domingos me visitaban alguno de mis padres o mi hermanica Angelita. ¡Anda que no me encantaba, sobre todo cuando me traían algo de la matanza o aquellas dulcísimos uvas de Jerez de nuestra viña de Valdelosa. Porque, si no os lo había dicho, mi señor padre, el mejor bailador de rosca de todos los contornos, había nacido en Valdelosa y el que suscribe también. Y allí en los veranos, me pasaba yo parte de mis vacaciones, de la ceca a la Meca, trillando con mi tío en la era o viendo a los segadores gallegos manejar las hoces. ¡Entonces no había cosechadoras y en plena canícula daba gusto saborear un buen chorro de agua fría del botijo!. A finales de junio, curso cumplido. Y antes de regresar a la casita del pinar, la despedida a la Virgen del patio. Y es que, dentro del patio del seminario, allá donde terminaba la tapia de los Dominicos, había como una pequeña gruta-altar, con una virgencita preciosa. Todos, antes de partir, nos acercábamos en tropel a rezar la última oración y, como en un susurro, oíamos recitar:

¡Dulcísimo Recuerdo de mi vida:
Bendice a los que vamos a partir.
¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida,
Recibe tú mi adiós de despedida
Y acuérdate de mí!
Lejos de aquestos tutelares muros
Los compañeros de mi edad feliz
No serán a tu amor jamás perjuros,
Conservarán sus corazones puros,
Se acordarán de Ti!!!!...

Acto seguido, el señor Emiliano cargaba colchón, mantas y sábanas en su carretillo, el Emilio se echaba al hombro el bolsón con la sotana, beca, bonete y el resto del pequeño ajuar y ¡hala!, camino del pinar y a disfrutar de las merecidísimas vacaciones. Eso sí, misa diaria en Sancti-
Spíritus, donde el párroco don Amador controlaba. Y si por un casual te desmandabas, notita-informe al señor Rector, y a temblar. Eran tiempos de manga estrecha y escrupulosidad de conciencia. Y nada de permitirte miradas indiscretas alas mocitas. Casi todo era pecado. Y cada tarde de paseo en el seminario, eran de ver aquellas filas interminables de “pavitos”, marchando silenciosos, recatados, mirada al suelo y siempre temerosos de la vigilancia de los clérigos.
Sotana negra y beca roja sobre los hombros. Y en la cabeza, bonete negro, con borla del mismo color. Íbamos, las más de las veces, camino de los campos de la Ferroviaria, campos de tierra oscura, dura y reseca, junto a las vías del tren y con porterías formadas por rieles de las propias vías. Y había que darse prisa y llegar antes que los del Maestro Ávila, si no querías quedarte sin la posibilidad de echar el partidillo de rigor y de destrozarte las rodillas. ¡Pero entonces, poco importaban las averías perniles, que al día siguiente, las tenías ya casi curadas, como por milagro!. ¡Entonces sí que éramos de buena encarnadura y además, sarna con gusto poco picaba!. Al caer la tarde, vuelta de nuevo al gran Caserón y a seguirte curtiendo el alma y la mente. Y así pasaron los años y el niño hízose jovencito. Y las niñas comenzaron a atraer nuestra atención y las pequeñas pasiones comenzaron a aflorar en nuestros corazones. Y fue por entonces cuando ocurrió la historia del “Seminarista de los ojos negros”;(la poesía que relata su historia, es conocida en medio mundo)... Un chavalito de Santa Marta. Su imagen se me ha quedado como grabada a fuego. Mi fiel amigo y compañero me hablaba de una jovencita rubia, ojos azules, que vislumbrada a través de un ventanal, le había robado el corazón. Al relatarlo, sus ojos negros brillaban con pasión virginal. El me juraba que, cada tarde de paseo, aquella su mirada febril era de seguro correspondida. Me reía de sus confidencias, tan en susurro, tan con miedo a la sospecha del dignísimo Rector, que jamás llegaría a percatarse. Y es ello, que una triste mañana de invierno, el cólico “miserere” se lo llevó sin previo aviso, como a traición. A partir de aquel día, a veces me he preguntado qué sería de la rubia ventanera de ojos azules y si realmente existió fuera de la mente calenturienta de mi gran amigo ausente. ¡Jamás llegué a saberlo”. Bien es cierto que, más tarde, algunos otros compañeros me aseguraron haber visto lágrimas a través de unos visillos... ¡vaya usted a saber”… Yo acabé los latines y pasé al Seminario Mayor, camino de la Filosofía.
Y por entonces, sí que las vacaciones fueron más deliciosas. Ya no transcurrían habitualmente y salvo excepciones, en mi amado pueblo de Valdelosa, sino en campamentos junto al río Tormes, allá por la Sierra de Gredos y próximos al pueblecito de Hoyos del Espino.
Pues resúltase que, como quiera que, por aquellos entonces, mandaba en España un tal señor
que procesionaba bajo palio, sus relaciones con nuestra jerarquía eclesiástica eran la mar de buenas y amistosas. Ello hizo que el llamado Frente de Juventudes, nos invitara a sus campamentos de verano, junto al río. ¡Y allá que nos íbamos!. ¡Que deliciosa frescura la de aquellas límpidas aguas! ¡Que maravilla de aquellas enormes rocas horadadas por la caída del torrente cristalino! ¡Cómo brillaban las plateadas truchas, serpenteantes entre los guijarros”.
Y a lo lejos, desfilaban los flechas, camisa azul, con cinco rosas bordadas en rojo, junto al corazón ¡!llámame camarada”!!. Y se oía de pronto un coro de voces juveniles: “La mirada
clara y lejos y la frente levantada, voy por rutas imperiales, caminando hacia Dios. Quiero levantar mi patria, un inmenso afán me empuja, poesía que promete exigencias de mi honor…
Y más a lo lejos :”Montañas nevadas, banderas al viento y el alma tranquila, yo sabré vencer.
Al cielo se alza la firme promesa y hasta las estrellas encienden mi fe”. ¡Que emocionante!
¡Si hasta a los propios curitas se nos contagiaba el amor patrio!. ¡Y nuestros corazones pedían revancha cuando veíamos desfilar aquella centuria, cantando:”Gibraltar, Gibraltar, tierra amada de todo español”. Y los mandos, tan erguidos ellos y tan ufanos. Con el amigo Yagüe, jefe de campamento, me seguí cruzando en la urbe, de cuando en cuando, después de los años y seguía siendo tan amable y tan servicial. No como aquel otro falangista de mi pueblo, de Valdelosa, que, según me contó algún viejo, cuando dejaba hombres (tiempos de guerra) asesinados entre las encinas, tenía a gala escribir y fijar, junto a los cadáveres, un cartelón que rezaba:”Por aquí pasó Mayorga”. Dicen las buenas gentes que, andando el tiempo y pasados bastantes años, recibió de Dios el castigo que merecía: murió como un perro, cubierto el cuerpo de llagas purulentas y gritando de dolor.

En resumen: vacaciones de aquellos años, deliciosas todas ellas. Recuerdo que un día intentamos llegar hasta el nacimiento del río Tormes ¡Vana empresa!. Descubiertos aquellos prados chorreando agua a mansalva, sacabas en conclusión que aquellas deberían ser las verdaderas fuentes del río. Y otro día, muy de mañana, excursión hasta la laguna de Gredos.
Los más animosos, ascendimos al Pico Almanzor. Y en un bote que había en la misma cumbre, dejamos para la posteridad escritos nuestros nombres. Y la sorpresa que nos llevamos al bajar:un nadador, que después nos dijeron era de Madrid, fuerte él y corpulento, atravesó el ancho de la laguna, ida y vuelta, sin parar. ¡Todo un fenómeno!.

Y no quiero dejar en el tintero del olvido, un suceso de los de nunca olvidar. Resulta que me encontraba yo en mis primeros pinitos natatorios. Ya hasta me sujetaba en el agua. Pero aquel día, se me ocurre alejarme de los demás compañeros unos pocos metros nadando ¡y aquí vino la tragedia!. Cansado, intento hacer pie y resulta que lo consigo sobre una roca sumergida. Breves instantes después, resbalo de la roca y ¡al fondo!. Imposible conseguir de nuevo la horizontalidad
Asomaba la cresta y me hundía. Y así varias veces. Dije para mí :!De esta sí que no salgo!
Estaba ya encomendándome a todos los santos, cuando, por fortuna, el amigo Dionisio, cura él aún y, ya entonces, experto nadador, se percató de mi extrema dificultad, llegó hasta mí y de cuatro brazadas me sacó a la orilla.
Desde entonces, lo sigo viendo de cuando en cuando. Siempre me lo recuerda y yo le doy las gracias con sumo fervor. ¡Que menos puedo hacer con mi salvador!.

Los fuegos de campamento, compartidos con los “Flechas” y a la luz de las estrellas, eran sensacionales. Se contaban chistes de los buenos, se relataban curiosos sucedidos y de cuando en cuando, un chavalito de hermosa voz, entonaba lindas canciones de amor:”Que se me paren los pulsos, si te dejo de querer, que las campanas me doblen, si te falto alguna vez”…

Y llegaba el final del verano, y otra vez nuevo curso y la misma cantinela, allá junto a la
Clerecía. Recuerdo, estaba escrito en mi destino, que ya por entonces me solía visitar cada vez menos el arcángel Gabriel, en tanto que asomaba más sus orejas el demonio carnal. Por eso, cuando en las ultimísimas vacaciones, yo estaba tan feliz en mi pueblo, medio encaprichado con una guapa moza de la localidad y harto ajeno a la llamada divina, mi susodicho tío Pepe, el de las ovejas, vino ex profeso, a Salamanca, a decirle al señor Emiliano, mi caro padre:”si no vas rápido a traerte al mozo, me parece que no vuelve al seminario”…

Y así, a nadie sorprendió que a los pocos meses, el curita aquel colgara los hábitos.

En Salamanca, día primero de mayo de 2005.


EMILIOSALAMANCA.




Texto agregado el 19-07-2007, y leído por 1521 visitantes. (14 votos)


Lectores Opinan
14-10-2015 Afortunadamente todo ha cambiado y la "España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía..." es solo un recuerdo para quienes la hemos vivido. Sin odio, sin amargura, sin rencor, me hiciste recordar un paisaje y un paisanaje del que hoy, finales de 2015, muchos reniegan. Tú has escrito historia y yo la he leido con el interés que despierta una narración perfecta de una época tal vez menos perfecta.+++++ crazymouse
06-08-2014 Buena narración profunda e informativa, ... asi que seminarista vaya sorpresa. Le pones a tus letras ese detalle tan al natural, se nota que has escrito con emoción desde el corazón. Estrellas y abrazos. bishujoo
26-07-2014 Emilio, me he deleitado con tu historia tan humanamente contada, libre ya de prejuicios y de fantasmas monastéricos. Me hizo acordar un poco a mi internado en un colegio de monjas, en los años 60. Recuerdos han quedado y anécdotas agridulces de esa etapa. Te seguiré leyendo. Me quedo corta con las estrellas que dispongo. Saludos Clorinda
31-12-2011 Como siempre la riqueza lexica y perfección en tus escritos , la historia un acumulo de recuerdos y descripciones sociales perfectamente narradas que me ha transportado a la España de otros tiempos. un placer volver a leerte y a saludarte. xarblanca
26-07-2010 Si no me equivoco, es la primera vez que te leo. ¿Qué decir? Que he disfrutado muchísimo de tu relato, que me hizo trasladar y recorrer esos fríos muros y corredores. Una historia de seminaristas parecida a las que han vivido otros en mi familia y que por tanto me los ha recordado. Escrita con cariño, además, y respeto por lo que no pudo ser y en un estilo encantador. Tuve que "echar mano" al diccionario, también, y eso es bueno, me encanta aprender nuevas palabras. Bien merecido ese premio. Y el mío que es más humilde pero vale 5* marea-rioplatense
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