Recientemente ha tenido lugar en el Reino Unido un amago de escándalo con motivo de la sesión fotográfica a la que asistió su soberana para un documental de la BBC. En la presentación a los periodistas de un avance de dicho documental, estos tuvieron ocasión de contemplar el mayúsculo enfado de la reina cuando Annie Leibovitz, la fotógrafa, le pidió que se desprendiera de la corona para posar ante la camara. La reina queda retratada (nunca mejor dicho) como una persona engreída y malhumorada. Esto, al parecer, era ya de dominio público. La polémica ha girado en torno a algo bien distinto: el montaje de la BBC. En el avance se incluye, a continuación de la secuencia del monumental mosqueo real, otra secuencia en la que aparece la reina caminando a buen paso - se diría que desfilando - por las dependencias palaciegas. Todo apunta a que, tras el disgusto provocado por la fotógrafa insolente, la reina abandonó la sesión sin más ni más. Sin embargo, al parecer, la cronología de los acontecimientos fue la contraria. En otras palabras, la secuencia del “desfile” muestra a la reina acudiendo a la sesión fotográfica y no marchándose de ella. La BBC, finalmente, se ha disculpado públicamente, reconociendo su error.
Dejando de lado polémicas más o menos infladas y escándalos más o menos interesados, quiero centrar mi atención en la reacción de la reina. Observando la foto que ilustra el real enojo, salta a la vista, sin necesidad de ser un experto fisonomista, que la reina estaba hecha un basilisco. Confirmo la impresión, acudiendo al diccionario Maria Moliner: “basilisco: animal mitológico al que se atribuía el poder de matar con la mirada”. Efectivamente, si bien todo su rostro está desencajado, son sus desorbitados ojos lo que más impresiona. Desprenden asombro, irritación y agresividad. Si hay miradas que matan, ésta, sin dudas, es una de ellas. Buscando el lado humorístico del asunto, se diría que, de puros saltones, no andaríamos muy descaminados si los calificáramos como ojos batracios. Se diría que, tras el ósculo de rigor, la rana no metamorfoseó, como correspondería, en un joven príncipe, sino en una vetusta reina, quedando los ojos como residuo de su pasada naturaleza batracia.
A pesar del descompuesto rostro de la reina, hay que reconocer que se había presentado hecha un pincel para la ocasión. Mencionaré sólo dos detalles al respecto. En primer lugar, la toga de la muy noble Orden de Garter, tan majestuosa y recargada ella, en la que destacan los enormes lazos que se diría que sirven para adornar el gran regalo que es - obvio es decirlo - la propia reina. Pero, dejando de lado que se me ocurren regalos mejores, el problema radica en que no es su reina precisamente un regalo para los contribuyentes británicos. El otro detalle de coquetería real son los pendientes, muy del estilo de “La joven de la perla” de Vermeer, salvando las distancias.
Con todo, aunque desproporcionada, la reacción de la reina me parece que tiene su razón de ser, porque ¿qué es una reina sin corona?, ¿tiene siquiera sentido la mera enunciación “reina sin corona”?, ¿acaso una reina es alguien distinto de aquella persona que lleva puesta la corona?, ¿acaso se le exige a una reina que posea unas características específicas de formación o de carácter?. Así pues, hace muy bien la reina en enfadarse cuando se le pide que se quite la corona. Se dice que en las monarquías constitucionales “el rey reina pero no gobierna”. Estamos ante una gran tautología, el rey es quien reina, y el acto de reinar ¿qué es?: pues lo que hace el rey. Es un caso parecido al chiste ese en el que alguien encuentra un artilugio en medio de la carretera que está compuesto por unos palos, que sirven para sujetar un farol, y el propio farol, que sirve….. para que se vean los palos. Otro símil que se puede aplicar a las monarquías constitucionales sería el de los árbitros de fútbol, de los que se dice que son tanto mejores cuanto más desapercibidos pasan.
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