Quiero volver el tiempo atrás.
Y frenar el transcurso de la existencia en ese momento: ese instante en el que uno de sus brazos me envolvía, abrigándome, protegiéndome del frío y el dolor que nos rodeaban; mientras su otra mano acariciaba mi rostro, y su voz me hablaba al oído, declarando todo lo que no era necesario pronunciar.
El universo podría resumirse en esa situación: sus palabras, el big bang que detona el comienzo de una gran agitación sentimental; mi corazón latiendo tan rápido que pareciera a punto de estallar; millones de pensamientos que, como cometas sin destino, sin ruta, sin razón, se entrecruzan a velocidades vertiginosas para -todas y cada una de ellas- ir a dar en la nada, desaparecer de pronto, dejándome quizás un gusto raro en la boca, el sabor del paladar seco por la sorpresa que me produjo el paso de tales cuerpos celestes.
Así, así era nuestro amor, un hermoso párrafo de novela, bastante empalagoso pero que, como toda novela trágica, tiene un final que quema.
Y sí, sus palabras antes de besarme realmente por útima vez fueron duras: "Demasiada responsabilidad."
¿Entendí bien? ¿"Demasiada responsabilidad"? Su afirmación no dejaba de tener cierto carácter de absurda, en todos los sentidos posibles.
¿El amor, una responsabilidad? No, así no lo entiendo. Debería nacer de él, brotar de lo hondo de su ser, surgir hacia el de al lado como lava furiosa brotando del volcán... De lo contrario no era amor; al menos no del que yo sentía.
Pero, así y todo, ... Sí, él era el responsable, ¿Cómo no serlo? Él era la causa de mi mundo, el fín último de mi existencia, el motivo y la finalidad de cada una de mis palabras, movimientos, suspiros, latidos...
Podía dejar de salir de mi casa semanas enteras si se arriesgaba a decir algo así como "Uno de estos días paso". Y fui capaz de someter a mis vicios bajo sus órdenes, simples pero efectivas. De su presencia en mi vida surgían los miedos más profundos, los placeres más carnales, los dolores más agudos. Pero toda esta obsesión no se notaba, en absoluto, porque el sentimiento era recíproco... O así lo creía yo.
Pero sus palabras fueron.. ¿Cómo explicarlas?
Devastadoras.
No sólo por anunciar el fín de nuestra era dorada sino, también, por ser el balde de agua helada que me caía de improvisto, haciéndome ver que realmente no le era tan necesaria como él a mí. Porque yo, yo jamás habría sido capaz de dejarlo, por nada.
Pero, ¿Qué hacer si el que pedía que lo deje era él? Cortocircuito mental, algo no funciona bien: mi corazón dice que lo abrace fuerte, que lo bese, que lo retenga a mi lado. Que obedezca sin pensar, que me someta a su voluntad. Pero su voluntad era... ¡Que me aleje! Y mi corazón, ya está claro, sólo quería complacerlo. Así, me propuse aceptar y digerir aquel gran desamor.
Por aquel entonces comenzaron los juegos crueles. Porque él venía a casa con las manos limpias, pretendiéndose el mejor amigo. Pero apenas se daba la oportunidad, encontraba la forma de tomar mi mano entre las suyas, de acariciarme la cara casi al pasar, de comentar "¿Me tenés miedo?¿Porqué te sentás en la otra punta del sillón?", con cierta ironía venenosa.
Y así yo caía en sus trampas, cada una de sus trampas.
Sabía que me tenía dominada, y por eso podía correr el riesgo de desaparecer de mi vida durante semanas (tiempo durante el cual yo me dedicaba a ahogarme entre las sábanas, remendar los pocos restos que quedaba de mi corazón, fingir que no me importaba, y alimentar la estúpida ilusión de que pronto todo volvería a ser como antes), y volver a surgir como si nada, invitándose solo a mi casa, llegando siempre a mi puerta con la misma película bajo el brazo (y esto último es un hecho).
Fué una época dolorosa, en la que mi alma estaba en crísis. Necesitaba tenerlo cerca, más no fueran unas pocas horas cada dos o tres semanas. Eso era suficiente para engañarme, para mantenerme contenta.
Sólo me dí cuenta de lo que realmente estaba pasando cuando llegó aquel verano: se fue como si nada, y yo me quedé sola en ciudad fantasma, el pueblo donde nadie se sentaba en la playa como él y yo solíamos hacer. Podría haber estado en una capital repleta, ajetreada. Miles podrían haber llenado esas veredas, y así y todo, sentía que la ciudad tenía ecos de silencio, vacíos enormes que rellenaba con su recuerdo: en aquella esquina encontramos al perrito, por esta plaza me abrazó por primera vez, en esta escalinata nos encontrábamos para ir a caminar... Todo estaba teñido de él.
Y lo sigue estando |