EL SILENCIO DE CALVERO
(En la víspera del último acto)
“La musique, présente ou non au moment de la prise de vues, regit ses mouvements les plus secrets et les plus explicites (...) Dans cette arabesque sur le silence, domine sa voix, qui reste unique”. (Robert Benayoun)
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Hoy lo he visto. Entré al café bar de la esquina del teatro y allí estaba, sentado a la mesa más distante, casi oculto por una cortina deshilachada que divide la sala en dos partes: una es la de la barra bulliciosa rodeada de tertuliantes conocidos; la otra, de las mesas para comensales. Calvero no había pedido de comer; se había situado aparte de los que ocupaban los taburetes del bar. Quizás quería estar solo en su tenaz fantasía. Yo sabía que gustaba de la soledad después del espectáculo, intuía su deseo de meditar sobre la fuerza de la actuación de cada día. Sé que su acto de pantomima es sencillamente triste dentro de la más festiva situación teatral.
Tiene en la cara restos del maquillaje. En la barbilla quedan ribetes de azafrán, en los ojos pintas negras como barcos. Me acerqué a la mesa y le pedí acompañarlo. Nada dijo pero comprendí que me aceptaba. Fue, como siempre, el silencio que yo conocía. Miraba el mantel, la mesa todavía sin sus complementos, y esperaba algún gesto para conversar. Calvero tiene aproximadamente cincuenta y cinco años. Su rostro aparece envejecido, tal vez por tantos afeites que lo han resecado, y muestra los pliegues que deja la risa en la boca, el río de muecas que pone a diario frente al público. Porque Calvero es mimo, la palabra para él es innecesaria: todo se comprende en los gestos de la alegría o la sorpresa; y es silencioso cuando baila con agilidad en la escena; y cuando pone a saltar las pulgas imaginarias de un brazo al otro. La concurrencia de platea o galería cree entender que Calvero está contento al hacer sus blancos disparates.
Suena en la sala del café bar una pianola con música firme y vivaz, al ritmo de máquinas de industria siempre activa. Calvero sonríe. Parece decirme que una vez, hace tiempo, ha trabajado en una fábrica y que en ella se escuchaba una música con ritmo de ferrocarril, como el de ésta, y sonaba sin tregua para que los obreros prestaran mayor esfuerzo. El capataz estaba siempre vigilante de que los operarios, hombres y mujeres, no cedieran en su marcha laboral. Calvero era un trabajador manual muy hábil en hacer girar en sonámbulo frenesí tuercas aceradas que rodaban en largos listones por horas y horas, sin saber para qué. En las plateas de aquella escena fabril que rememora, el espectador no era anónimo como el que lo aplaude o se burla en su acto teatral diario; tenía sí el rostro áspero de la opulencia y la fuerza, y castigaba con privación el desmayo en la faena. Pero Calvero sabía escaparse en patines con ruedas de hierro por las galerías de los comercios vecinos de la fábrica. Bailaba en sus patines al compás de un vals, y lo acompañaba la sencilla obrera que cada día le daba sonrisas como promesas. Repentinamente, la música de aquella factoría se hacía apacible y tierna, venía de una armonía diferente; era la voz de la niña operaria que sonreía con la misma frescura de una canción; y entonces él decía: “Tu sonrisa está en mi corazón”; y le repetía: ¡Smile! Luego volverían a la rutina de la máquina. Un día que parecía ser el final de una hermosa historia, Calvero y la artesana caminaron por un largo sendero con el sol delante, como un viático de oro delineando sus siluetas. Ya estaban libres de aquel duro trabajo y sus pasos iban en busca de una promesa, siempre la esperanza de la felicidad.
Me quedo observando la taciturna mirada de Calvero, cuando la música de vodevil que se escucha ahora en la sala del café bar se torna melancólica, para que Calvero sonría levemente. Con el mismo tono elegíaco, se desvanece la evocación de la áspera labor en la fábrica, sólo suavizada por la sonrisa y la compañía de la niña artesana. Apenas se percibe en ligera vibración metálica el ronroneo de los patines de hierro con los que danzaba en libertad.
El tiempo transcurre con las pausas del pensamiento de Calvero, de su silencio meditativo, mientras en la sala del café bar el bullicio de las voces se hace más intenso. En la barra, alguien discute con otro el mandato y el poderío del amor y exige respeto para su mujer, la que pretende suya. Hay una recriminación en la voz del hombre que acusa. Tal vez erraba en la pretensión, porque la mujer, que se llama Georgia, bailaba para alguien invisible, y aquel hombre violento creía que ella danzaba en su honor. La mujer era una tibia estatua colocada en el fuego de la adolescencia, en un salón de baile enturbiado por el humo y sonoro por las risas.
El forastero había llegado a este lugar para encontrar calor y compañía: un vagabundo en Alaska en pos de oro y aventuras. Vio a Georgia y la deseó con la primera pasión; luego hablaron breves palabras, y ella, con el desdén que es atracción y rechazo, le hizo el leve reproche de la seducción, apenas audible. Todos danzan en ese momento, hombres de hirsuta barba con jóvenes mujeres que ríen y hacen el juego de la fascinación; pero Georgia permanece en una esquina, meciendo el cuerpo con suave cadencia, en actitud de espera. La invita el violento pretendiente y ella accede con desgano. Y aunque ahora bailase, lo hacía distraída de la danza; se sabe que ella buscaba a alguien desconocido que ya no estaba en el salón, y miraba hacia la puerta para traspasarla y ver más allá. El forastero vagabundo la observa desde la ventana, con timidez de mimo, el rostro pávido y los ojos deslumbrados. Georgia baila para Calvero y no lo dice. Cuando después descubre la figura en la ventana, le ofrece el manjar de la nochebuena con el ambiguo gesto de la feminidad. El hombre que la observaba a través del cristal empañado se marcha a su pobre cabaña en la colina, batida por la nieve, soñando con que Georgia vendrá tras él para celebrar la Navidad que se avecina. En el salón de baile las parejas se mueven al ritmo de un piano viejo, entrelazan las piernas y las miradas.
Nada puede decirme ahora el mimo, pero yo sé que aquella noche de Navidad, en su aposento de telarañas, ha tendido la mesa y la ha adornado para la cena: ha puesto las copas sobre el mantel bordado, tan distinto de este otro salpicado de vino rancio en el café bar, y ha dispuesto todo para esperar a Georgia. Las horas pasan y llega la medianoche. El viento de invierno trae una melodía suave y Calvero danza en los espejos manchados de moho. Pregunta a la soledad, que tiene el eco de un pozo; pregunta si ella vendrá. Luego va a la mesa para ofrecer a Georgia invisible otra danza que su alma de artista inventa: toma dos tenedores y trincha sendos panes, y cuando comienza a sonar la polka que tejen los pinos encanecidos, hacen su propia danza los panes y los tenedores. Las velas delatan la tristeza de Calvero en el silencio de la noche de Alaska. El cierzo y la nieve abaten la cabaña, pero alimentado por la esperanza vuelve el vagabundo al salón de baile, y desde la ventana observa la chispeante algarabía del local donde reunidos bailan todos los hombres y muchas mujeres, y baila una mujer. Haces de tenue luz desde la sala iluminan en el frío de la nochebuena el pálido rostro del forastero que ama a Georgia.
Sé que el espectáculo de este día no ha sido nuevo. Calvero ha tocado una vez más el violín destemplado; ha jugado con sus pulgas amaestradas; ha dado volteretas en las tablas sin decir una palabra; ha caído en el foso de la orquesta y ha regresado a la escena entre aplausos y risas. Todo con un fondo de música atonal resonando entre la gritería del público. Sabe el mimo que detrás de las bambalinas está otra vez la niña obrera; y está Georgia que por fin vino a la fiesta de Navidad. Ahora ellas, nunca olvidadas, son un solo nombre: Terry; y es bailarina. Calvero la ha salvado y la ama, y toda su creación de blanca pantomima es para ella, para la joven Terry, la que danza en ballet de cisnes negros una melodía de íntima despedida.
También Terry ha cumplido el destino de la soledad del artista. Ungida de gratitud y admiración, que son tan cercanas y semejantes al amor, lo ha amado con piedad y ha recibido su pródiga veneración; pero, al igual que lo hicieron Georgia en invierno y la niña de la factoría, renuncia la bailarina a la entrega que el mimo le brinda, impulsada por el asedio de otra pasión, tal vez la verdadera pasión. Calvero sólo tiene recuerdos; su vida de parodia siempre ha sido llegar a otra esperanza.
El solitario soñador está aún frente a mí en la penumbra de la sala del café bar. Ha anochecido y se enciende un candelero. El ambiente de este lugar se asemeja a la escena de la casa de invierno cuando esperaba a Georgia en la nochebuena; y la canción con faz de sonrisa de la niña artesana, viva en la memoria, lo arrulla otra vez. Ahora debe ensayar su actuación; por eso, Calvero está ensimismado y piensa en el espectáculo de mañana. Sabe ya que Terry no estará a su lado, pero debe dar la función. Otra vez jugará ante la platea indiferente o exaltada, con su compañero el clown, las peripecias del malentendido; saltarán de uno a otro brazo las pulgas imaginarias y volarán en el escenario las violetas de la florista ciega, como una ofrenda final. Vendrán los aplausos y las guirnaldas en su honor cuando se apaguen las candilejas; pero Calvero no sabe, como tampoco ningún espectador sabrá que el repetido número de la caída en el foso de la orquesta es preludio del último acto. Del tambor mayor hace Calvero un solio de derrota para su saludo de adiós.
Terry la bailarina llegará tarde para presenciarlo.
*
Ahora, en la oscura sala,
mira Charlot sus nostalgias
en bastidor de fina arena.
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