Hermanas Lisbon, hermosura violenta,
intocables, etéreas y terribles criaturas:
fuisteis el corazón mismo del deseo,
pues todas juntas no erais más que una.
De una simetría pura, perfecta e insultante
y de brillo cálido; aunque cegador y desmedido.
Me podríais haber confiado que erais ángeles,
y, sin dudarlo, yo os hubiese creído
sirenas rubias, tempestades sonrientes,
con un andar que era un desafío a la gravedad
y con unas curvas que eran un desafío
a cualquier cosa que se pudiese desafiar.
Vuestros ojos… ojos de dioses, ojos de fieras,
paraíso concentrado en seis milímetros de radio:
hacíais tambalear la cristiandad de cualquiera
haciéndoles desear a deidades de quince años
y siete centímetros por debajo de esos cielos azules,
la conjunción infernal de la lascivia casta de vuestros labios,
un anhelo tan absoluto como quimérico;
tan reales, cercanos e intangibles que hacen daño.
Hermanas Lisbon, labios avernales y ojos paradisíacos,
vuestro rostro entre Cielo e Infierno estaba partido.
Me podríais haber confiado que erais ángeles,
y, sin dudarlo, yo os hubiese creído.
Mas nada me confiasteis, nada emanó de vuestras bocas,
fuisteis el rotundo silencio, la forma máxima de belleza
¿Qué habitó vuestras mentes, que dirigió vuestros corazones?
Optasteis vedar vuestra figura, negarnos vuestra existencia
¿Por qué nos abandonasteis, hermanas Lisbon?
Hoy todo es más gris y un poco más oscuro.
Quizá comprendisteis que erais demasiado leves,
quizá algo inapropiadas para éste, nuestro mundo. |