Kitty se acurrucó en el sillón de terciopelo blanco del que horas después sería desterrada. Su ronroneo ritmaba una tarde nostálgica de invierno duro que envolvía la casa asomada a lo alto de la ladera. El cristal empañado y un olor a sopa de gallina se mezclaban formando una sinestesia especial. Las paredes seguían grises, desnudas, si acaso alguna foto de recuerdos lejanos rompía la monotonía.
El sol se había escondido mientras Isabel apuraba las páginas de una mala novela. Cuando salió de su lectura, se encontró un jardín más oscuro y la luna descansando sobre una nube gris. Ni una estrella. Pensó que le esperaba una noche lluviosa, muy poco propicia para paseos románticos en los que te robasen los besos por docenas.
El pulgar y el índice fueron suficientes para quitarse las gafas con una destreza digna de cualquier intelectual de café y Borges. Las dejó sobre la mesa. Dobló con cuidado la esquina de una página amarillenta, y cerró de un golpe el libro. Separadas sus manos solo por ciento diez hojas, cerró los ojos y suspiró.
Yo la observaba desde este rincón, que siempre me ha resultado más cómodo para mis lecturas vespertinas. Con los años, mi barriga había pasado de notable a sobresaliente, y gozaba por tanto de un excepcional reposaperiódicos que me daba una mayor comodidad a la hora de memorizar noticias ya caducas, y reírme de especulaciones adscritas a columnas de opinión.
Su suspiro paró mi reloj. No me había dicho nada, pero sabía que pronto me miraría y soltaría una de esas preguntas que siempre me duelen porque no sé contestarlas -no tanto por la duda real como por esa vieja costumbre de periodista ágil que me obligaba a tener una respuesta siempre oculta entre los dientes-.
-Y si aquel día... Y si aquel día no.., ¿qué?
-¿No qué? ¿Qué día?
-Ese.
Se levantó aún con la última sílaba en los labios y se sacudió la camisa, apartando las telarañas de sus dudas. Acabó, entonces, de hacer una cena que se nos enfriaría sin una palabra para una conversación condenada a terminar más pronto que tarde. Resumiendo: que no hablamos ni una palabra entre cucharada y cucharada de sopa. Y aunque se le había ido la mano con la sal, presumí que era fruto de su preocupación y no de una malicia descarada. Callé y comí.
Sus ojos azules temblaban ante el vaso de agua que tenía delante. Rebuscaba en aquel día del que yo no sabía nada, y cuando la impaciencia le dormía los pies, sumergía la cuchara entre el mar amarillento. Comía y callaba. No me gusta verla así, pero sé que una pregunta, una frase tan sólo, hubiese servido para acabar de romperla por dentro.
Recogí mi plato sin haber acabado de cenar, y encendí el televisor. Kitty seguía ronroneando y soñando con algún ratón de sus juegos primaverales que seguro precedieron al día que la encontramos empapada en lluvia y sangre.
Isabel y yo paseábamos aquella noche celebrando alguna fecha no-especial. A pesar de que nuestras manos se entrelazaban, no hablábamos una palabra. Quizá ese silencio nos dejó escuchar el leve susurro de un quejido. Buscamos con la mirada algo, sin saber bien qué, y encontramos a Kitty. Isabel me miró con ternura, y poniendo sus manos en mi cuello, me quitó la bufanda y envolvió en ella a la gata.
-Nos la llevamos –dijo con decisión.
-Morirá y yo habré perdido una bufanda.
Siempre me había gustado arrancarle sonrisas cuando el brillo de sus ojos desaparecía. Me prometió que me compraría otra bufanda, mucho más bonita que esta vieja que ahora servía de manta. Kitty creció cerrando aquellas heridas, y aquel trapo sigue sirviéndole para afilar las uñas y otros menesteres cinco años después. Sin embargo, nunca habíamos logrado congeniar del todo. Mis bromas en su falsa agonía, o mi molesta costumbre de sentarme en su sillón favorito para ver la televisión, le habían despertado un rencor innato que me mostraba achinando los ojos y proyectando hacia atrás las orejas cada vez que me acercaba a ella.
Isabel puso el pie en el primer peldaño de la escalera de caracol que llevaba al segundo piso. No me miró. Su mano acariciaba la barandilla con una prisa que ocultaba, seguramente, lágrimas y reproches. Ladeé mi cabeza para verla llegar al último escalón.
El partido había comenzado. Me había perdido el ritual de la moneda al aire, así que el partido ya no sería lo mismo sin disfrutar del azar inicial. Busqué a Kitty con la mirada, y la encontré en la mesa del comedor. Odiaba su manía de tumbarse a sus anchas en una mesa donde yo comería la mañana siguiente, así que me levanté para dar dos palmadas cerca de su oído que la hicieron saltar.
Vi, entonces, la novela y las gafas. Si el exceso de sal, la frase sin sentido, y la ausencia de reprimenda por mi último rifirrafe con Kitty habían nacido de estas páginas, tenían que estar escondidos en alguna de sus líneas:
Cuando le vio aparecer se sintió desdichada. Aquel hombre tenía una sombra de intriga que la hacía sentirse inferior a él en todo. Pero a pesar de ello, se sentía tan protegida a su lado, que valía la pena el ridículo frente a su mundo. Valían la pena, también, las miradas de indiferencia que le lanzaba cuando alguna otra mujer, mucho más guapa que ella, aparecía en el restaurante donde cenaban aquella noche.
Sabía que no se había acordado de su aniversario porque lo tuviera presente, o porque la quisiera demasiado. Sabía que su secretaria le había estado recordando la fecha desde días atrás, y que aquel regalo que ocultaba con poco disimulo en su chaqueta, no era el fruto de horas y horas de tiendas, sino de una simple llamada. Algo hacía, sin embargo, que esperase con ilusión el momento en que lo sacase y le dijera algo bonito, copiado de alguna tarjeta de felicitación de unos grandes almacenes o de algún anuncio.
Cuando por fin acabaron la cena y se intercambiaron aquella gargantilla y aquellos gemelos y corbata, salieron a la calle y se cruzó con él.
Sus mejillas se encendieron al verle temblar de rabia e impotencia. Se escondió bajo el abrigo de John, (Cómo odio las puñeteras novelas americanizadas...-murmuré con desahogo) y esperó a que el taxi llegase para volver a salir de entre sus brazos.
Al llegar a casa, cumplieron con el tradicional sexo en fechas especiales, y John se durmió. Elisabeth esperó prudentemente una hora antes de descolgar el teléfono y marcar el numero de Joseph.
Yo no entendía nada, o prefería no imaginármelo. Quise creer que había ido demasiado atrás en las páginas que le producían tanto dolor. Leí en diagonal, buscando algún dato interesante, y llegué a un diálogo que me pareció excesivamente largo, y sabía que no iba a tener sustancia suficiente para desvelar nada.
John se había despertado y Elisabeth preparaba un desayuno de leñador para ese marido que horas después tontearía con su secretaria sin ningún pudor. Ella buscaba pros y contras de sus dos amoríos, y los apuntaba en una lista que guardaba en algún rincón de su mente, por miedo a que Johny la encontrara. Por más que la estabilidad de un matrimonio infeliz, pero seguro, la tentaba a olvidar la vida tranquila y de entendimiento que llevaba con Joseph, había algo que la llamaba a probar un camino menos fácil y con más fuego.
Mis ideas románticas sobre el valor estilísitico de los amantes se estaban desmoronando ante la posibilidad de sufrir una historia como la de John. ¿Y si Isabel había tenido una aventura en nuestros primeros años de relación?. ¿Por qué nunca me había dicho nada? Yo no soy tan insensible como este. Siempre he sido razonable, siempre hemos hablado sobre todo lo que nos ha pasado. Quizá crea que no podría entender que se enamorase otra vez, pero me asusta la idea de que piense que no tengo madurez suficiente como para perdonarla, y apoyarla si era lo que quería.
Poco después de conocernos, sabía que me había enamorado. Ella vivía lejos, y al año y medio, decidí irme a su lado sin saber muy bien lo que hacía. Llevaba la maleta rebosante de inseguridades.
Cuando vuelo, me gusta ir en la ventanilla, con la cara pegada al cristal. Aunque muchas veces tengo que contentarme con ver por encima del hombro de mi compañero, que sí que tiene la suerte de poder poner su mejilla al lado del sol.
Miguel me dijo una vez, que cuando La conociese no tendría mariposas en el estómago ni me pasaría las noches sin dormir. Que Ella sería mucho más que eso. Me dijo que vería explosiones en el cielo y todo lo demás me parecería diminuto.
Rumbo a Isabel, con el cielo rojo enfurecido del atardecer, y paseando entre un mar de nubes que hacen a los hombres hormigas, lo entendí todo. Y aquella maleta se quedó en la bodega del avión. Porque la que yo recogí en la terminal B del aeropuerto, llevaba un futuro cimentado con dos partes de confianza y una de felicidad.
Ahora esta felicidad se me había caído a los pies y me había dejado un dedo roto y mil ganas de llorar. Rebusqué entre las líneas una vez más, y tomé el anverso de la página sin esquina. Un diálogo, y tras él, dos páginas y un “fin” centrado y en mayúsculas.
Isabel lo había dejado con tiempo suficiente para haberlo acabado. Allí tendría que estar el nexo de unión entre su pregunta y la historia de John, Joseph y Elisabeth. Respiré hondo, y comencé por el preámbulo a la acalorada discusión que mantendrían líneas después Joseph y Elisabeth. Me sorprendíó un Joseph también casado lanzando un ultimátum de doble filo. El pacto se había sellado en la oscuridad de una habitación de hotel, y el plazo para cumplirlo vencía esa noche.
-No sé. La verdad que tengo miedo a hacerle daño.
-Bueno, por eso decirlo es lo mejor. Yo llegaré a casa y se lo diré, como hemos acordado. Cuando él se vaya, te llamaré. No quiero que sepa que existes. Que le he sido infiel.
Se despidieron con un abrazo lleno de temor. Él volvió a casa a pie, preparando su discurso. Ella tomó un taxi que la llevo directamente a las puertas de una casa que, presumiblemente, la vería salir en unos minutos.
Tras el trago amargo de la despedida, el teléfono de Joseph sonó:
-¿Y bien? ¿Se lo has dicho?
-Sí. Le he hecho más daño del que creía. Por momentos pensaba en abrazarla y...
-¿Pero lo has hecho? ¿La has dejado?
-Sí.
-¿Y qué ha pasado?
-Se ha ido llorando a casa de su madre.
-Claro, como una cobarde. A casa de su madre, a que le seque las lágrimas.
-¿Y tú? ¿Le has dejado?
Silencio.
-¿Le has dejado?
Al otro lado de la página, la esquina doblada marcaba afiladamente una palabra que me había pasado desapercibida hasta entonces: “arrepentirme”.
Pensé en John, tumbado en un sillón de terciopelo blanco, viendo un partido o una película. En Elisabeth entrando, viéndole como un monstruo indiferente a sus ojos, a su pelo.
No intento excusarme ante nadie, pero yo no soy así. Sé que no lo soy. La escucho, la comprendo. Intento sorprenderla una o dos veces al mes para que la llama siga viva. Es difícil mantener una relación durante siete años sin discusiones, claro que hemos discutido, pero nunca nos hemos ido a la cama sin arreglar nuestras diferencias. He intentado hacerla feliz, y estoy seguro de que en algún momento lo he conseguido, porque la he visto ser feliz.
La rutina nos ha podido, claro que sí, pero como a todos. Y ya no hablamos tanto, ni tampoco salimos de viaje, pero yo la necesito y ella me necesita. Siempre nos hemos necesitado. Y sí... supongo que la quiero.
Kitty me miraba desde el sillón, desafiante. Yo me había quedado en la silla donde Isabel se había hecho mil preguntas, o una sola. La noche era lluviosa, no propicia para paseos con lolitas que se dejasen robar besos por docenas. Hacía tanto que no le robaba un beso a una mujer prácticamente desconocida...
Recuerdo que cuando conocí a Isabel, era demasiado joven. Ella era un año menor que yo, y en aquel verano a mí parecían gustarme más las mujeres experimentadas. No le hice mucho caso, hasta que se lo hice.
Fue en la playa, una tarde de juegos y salpicaduras de mar. Me fijé en una mancha de nacimiento que tiene en el cuello, y decidí que a partir de ese momento sólo yo la mordería. Sólo yo contaría todos sus lunares.
Mil kilómetros más lejos, esperaba un joven con el que había compartido ya varios meses. –Nada serio.-me repetía ella- Nada serio, pero aun así debiera terminar con él antes de empezar contigo.
Yo esperé lo justo, aunque me dedicaba a escribirle cartas de aficionado y dejárselas en aquel bolso lleno de cremas y ungüentos para crear una ilusión que la hiciera ser más guapa de lo que ya era. Por cierto, imposible.
La noche en que Isabel volvía a su casa, le propuse dar un paseo sin que pasase nada. Típico juego infantil de promesas estúpidas. Una hora y media después, en las piedras resbaladizas de un acantilado, le robé el primer beso. Me frenó cuando intenté quitarle el segundo, y al tercer intento fue ella quien me robaría diez más.
Un mes después, una llamada de teléfono me confirmaba que podía sacar cuando quisiera un billete de ida, sin vuelta cerrada.
Mientras recordaba las veces que abrí mi armario para meter y sacar la ropa de aquella maleta, me di cuenta de que yo, de John, tenía más bien poco. Debía quererme mucho, como siempre lo ha hecho -y sé que lo hace- para replantearse aquella decisión sólo una vez en siete años, y por culpa de una mala novela.
Decidí dormir en el sillón esa noche, para que Kitty me odiase un poco más, y para que la sorpresa dejase a Isabel llorar tranquila sin tropezarme entre las sábanas que esa noche no olerían a mí.
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