Trece horas antes –trece, qué mala suerte- yo también había tenido tu mirada justo debajo de mis hombros. Bien pudiera haberme escondido entre los ansiosos que hacían cola frente a la barra de las palomitas y ni lo intenté, porque sabía que me reconocerías en cuanto vieses mis zapatos desgastados o esta torpe manía de girar el anillo cuando me pongo nervioso, y que ahora mismo repito.
-No estaba segura de que fueras a venir.- me susurraste al darme dos besos, después de señalarme con el mentón, contarle alguna historia del estilo “un viejo amigo del instituto” y disimular que hacía años que no me veías. Cuando mientes, te salen hoyuelos. No sé cómo puede haber pasado tanto tiempo contigo sin darse cuenta cuando yo ya lo sabía la segunda vez que me dijiste que estabas a punto de dejarle.
Te mordías el labio con la fuerza que da la adrenalina y me mirabas a los ojos con esa mezcla de ternura y picardía que sólo tú sabes conseguir, revolviéndome por dentro y destrozando todo lo que me mantiene en pie. Yo ya sabía meses atrás que cuando estuviésemos los tres en la misma habitación te sentirías una diosa, y fue entonces cuando decidí bautizarte Hija de Satanás, en un noble intento por mi parte de encontrar en la genética esa maldad que te arrastra a ser infiel y desleal con quien te ha regalado parte de su vida.
-Supongo que es Él.
No fue la primer frase que pasó por mi cabeza. De hecho, llevaba un año y cinco meses pensándola. Su sombra gris me despertó de golpe y me hizo comprender que no habías descubierto nada especial en mí, y que fue el hastío de una relación incolora lo que te arrojó a vivir una aventura conmigo.
La alfombra roja llena de palomitas chocaba con el títere marmóreo que respiraba a diez metros de tu nuca. Te diste la vuelta y le guiñaste un ojo, dejando que tu pelo lanzara el olor de mis sábanas, y un escalofrío me cruzó la espalda, que aún tenía el zarpazo de tus uñas latiendo por debajo de la camisa. El sonrió, guiñó un ojo, y volvió a contar el dinero para las entradas, impaciente.
-¿Te lo imaginabas así?
-No me lo imaginaba. No me gusta imaginarme a los tíos que te besan después que yo. –Silencio incómodo. Uno, dos, tres, cuatro segundos- Con esos mocasines, iréis a ver la película más hortera, ¿no?
No quise llamarle hortera, pero qué querías que hiciera. Tú siempre comparas su elegante forma de ver la vida con lo descentrada que parece la mía. Si hubieras tenido más tiempo, me hubieras reprochado la camisa arrugada o mal combinada con la bufanda. Tal vez incluso me hubieras obligado a deshacerme de ella, porque siempre dices que el negro no me sienta bien. O me hubieras arrancado los botones con los dientes y la hubieras quemado tú misma, como haces con todas las cosas que quieres olvidar.
El día que te vi por primera vez, tenías ese aspecto juvenil, inocente y desenfadado que me enamora. No sólo en ti, me he enamorado de muchas mujeres, y casi todas han tenido que disfrazarse de colegiala para que no acabase por irme con otra a la primera de cambio. Tú no sé como lo supiste, o quién te dio el chivatazo, pero traías las dos trencitas y la minifalda puestas de serie. Hablamos de pequeños detalles. Recuerdo que te reíste cuando dije hechizado que eras la primer persona adulta que había visto hacer un ocho con dos círculos, y me miraste fijamente a los ojos mientras me decías que te gustaban los hombres que se fijan en pequeños detalles. Me preguntaste por mi perfume, y me dijiste que lo comprarías. Creí que sería para tu novio –padre, hermano, primo, amigo-, hasta que la semana siguiente nos encontramos otra vez en la estación y me pediste que me acercara a tu cuello para olerte mientras me decías, insolente, que no te habías olvidado de mí.
-¿A cuál entrarás tú?.
Sé que estabas esperando un ataque moderado de celos de los que te encanta que sufra porque así puedes recordarme que no tengo derecho a tenerlos. Esperabas que te dijera que entraría a la misma que tú para ejercer de centinela y asegurarme de que no te tocara en toda la película, o que entraría en cualquiera que no fuese la vuestra, para no tener que verte acurrucándote en su pecho como cuando te pones mimosa y me pides que te de un masaje en el pie derecho –que yo sí que sé que se te queda dormido después de tener un orgasmo, ¿lo sabe él?- así que opté por la única respuesta que podía sorprenderte.
-No voy a entrar. Si quieres quedamos más tarde.
Le miraste de reojo, para asegurarte de que seguía delante de la taquilla, y me explicaste que tu día de descanso lo pasarías con él, que iríais a cenar a un sitio tranquilo, que cumplirías con tus obligaciones de novia amorosa y respetuosa, y que, si no acababas muy tarde, ya me llamarías tú.
Tu número, por cierto, apareció en un post-it amarillo encima de mi mesa de trabajo hace ya bastante tiempo, respondiendo al nombre de Alina Reyes y un URGENTE subrayado dos veces. Tardé diez segundos en llamarte, lo que tarda uno en morderse el labio, sacar el móvil del bolsillo derecho del pantalón vaquero, y preguntarse qué diablos está haciendo. No sé por qué, pero sabía desde esa misma noche que estabas destinada a desorganizar mi vida.
No sé por qué cedí a llamarte aun sabiéndolo, de verdad, no lo sé. Tenía claro desde el principio que una aventura puramente sexual no iba a hacer que te replanteases una relación de cinco años; pero también tenía claro que no iba a conformarme con ser tu amigo de sofá, coche, playa, alfombra, ducha, o cama. Te lo dije la segunda vez que me besaste. La primera no me dio tiempo, porque te fuiste corriendo, pero en la segunda te lo dije bien claro, aunque te rieses pensando que era una broma. Te dije que si querías algo conmigo tendrías que estar libre. ¿Te lo dije o no, Paula?. Que yo no quería ser el amiguito de nadie porque mi exmujer ya había tenido bastantes amiguitos por todas las demás. Que yo sería incapaz de hacerle eso a nadie, que no quería ser el malo de ninguna película después de haber sido el tonto durante casi tres años. Y tú me vienes en un cine a preguntarme qué película quiero ver.
-No te preocupes -dije sonriendo- puedo esperar.
Y podía, sí, podía esperar, pero no especifiqué cómo iba a pasar todo el tiempo libre que me habías puesto por delante. Así que mientras esperaba fumé en el parking del centro comercial, bailé la danza de la lluvia, fui denunciado por exceso de ruido, intenté tirarme al vacío y después a la atractiva policía que vino a advertirme. En un intento de evasión, corrí por las calles, salté de charco en charco, perseguí a una colegiala uniformada hasta que su padre me puso otra denuncia y entré en un bar a refugiarme mientras cantaba aquella canción de los Doors: Well, show me the way to the next whiskey bar Oh, don’t ask why Oh, don’t ask why. Me volví loco esperándote.
En el bar conocí a una mujer rubia que me hizo reír y a la que confesé que ir vaciando vasos de whisky con cola es lo único que me queda por hacer para llenar el tiempo. Ya sabes cómo funcionan estas cosas, las rubias nunca han sabido cómo resistirse a los delincuentes borrachos con ingenio. Y esperando, esperando, de repente, me sorprendí recontando la constelación de lunares de su pecho. Y en fin, aunque yo siempre le dejé claro que te estaba esperando, al llegar la noche me preguntó "¿Sabes si va a tardar mucho?", como pidiéndome que me fuera, y aunque intenté disimular, con aquello del no quererme, me ganó.
Carlos siempre me dijo que tú, la bruja, serías la que pondría fin a todo esto. Que un día te cansarías del héroe atormentado y enamorado en que me habías convertido, y que empezarías a buscar otros pantalones que bajar sin preguntas ni promesas. No creo que mi historia con ella –la mujer rubia- sea mi firme decisión de terminar contigo y conmigo, pero no quiero que seas tú quien la termine, por eso de no quedarme tirado esperándote otra vez, aunque todavía necesite pensar que debajo del picardías que te regalé para quitártelo, puedo encontrar a la inocente universitaria que se sentó a mi lado en el tren, se rió de mí por no entender a Cortazar y se dejó olvidado un sobre vacío en el asiento cuando se fue.
Has tardado toda una semana en decirme que no podías seguir quedando conmigo. Dulce eufemismo para poner fin a las noches de sexo sin licencia. Al final Carlos tenía razón y has tardado toda una semana en confesarle al iluso con el que dices que quieres casarte que el chico que estaba en el cine el lunes pasado es tus reuniones de trabajo, la fiesta de cumpleaños de Maite, los sábados de retiro espiritual antiestrés en Cuenca, tus compras, el dolor de cabeza de tu madre, los días de playa con tus sobrinos, tu gimnasio y tus clases de yoga del último año y medio.
A mí me has contado que la estabilidad, a largo plazo, es algo seguro en lo que necesitas invertir, y que no puedes dejarle, porque te quiere, porque habéis hecho planes desde que erais unos críos y te sientes en deuda con él porque ha estado a tu lado siempre. A mí, Paula, me da exactamente igual los planes que tengas con él, porque sé que los míos son mejores y que ella –la mujer rubia- los apreciará algún día mejor que tú si decido rellenar tu lado de la cama con sus manos. ¿Qué harás con un hombre al que no consigues ser fiel? ¿Qué puedes hacer con un hombre que no te entiende, y que te aburre? Estás enamorada de la rutina del que no te ofrece más porque no sabe dártelo. Así es como quieres pasar el resto de tu vida, o hasta que encuentres otros pantalones que salten delante de tus ojazos verdes: conformándote con alguien a quien no quieres por no arriesgarte a asumirlo.
Yo quería darte más que una cama en la que sudar cuando él está fuera. Yo también tenía planes. Ya me había cansado de ser el suplente. Quería ser, sin tiempo cronometrado, el que te hiciera reír y olvidar, con el que pudieras hablar durante horas sin cansarte, al que te podías llevar a ese sitio en el que te gusta estar sola. Y ahora te crees que puedes llegar y contarme una historia de amor en la que nunca has creído, y pensar que me la voy a creer yo. Ojalá hubieras aprendido a leer en mí todas estas cosas que no supe explicarte.
Dios santo, cómo pude equivocarme tanto contigo. Todo este tiempo estuviste buscando una excusa para parar esta relación, ahora que la tienes ¿sabes? es lo que menos me interesa. Yo te pedí que no me dejaras. No te pedí nunca una explicación para justificarte. Te pedí que no me dejaras. Yo sí dije te quiero. Ya te acordarás después. Tu subconsciente lo sabe.
P.D.: 30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.
Gracias por hacerme entender a Cortazar. Quema la carta si quieres, pero guarda el sobre como yo lo he guardado todo este tiempo.
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