--Y bien, ¿Qué esperas? ¡Ahí está la puerta! ¡Lárgate para siempre!! --me gritaste de manera por demás violenta.

Emprendí la marcha. Mis pies se movían lentos y pesados, como si fueran de cemento. Pensaba, muy dentro de mí, que toda la felicidad de estos años, en tan sólo unos minutos se convertiría en una maleta llena de recuerdos teñidos de desolación.

Una opresión, semejante a un tumor, crecía en mi pecho; me robaba la respiración y la sensación de millones de alfileres clavándose en mi piel me arrastraban a ese túnel del pánico que nos atrae cuando la llegada de la soledad es inminente, y la muerte del amor es un hecho. Un par de gruesas lágrimas nublaron mi vista convirtiendo las luces de la ciudad en una enorme bóveda celeste con millones de galaxias y millones de años luz de tristeza y soledad.

Antes de partir, giré para mirar por última vez tu rostro. Fue entonces que te vi, hermosa como siempre, con esa dulce sonrisa con la que me conquistaste desde mis años de escuela; con los brazos abiertos me decías:

--Ven amor, ven a mis brazos, ¿qué no ves que estoy bromeando?



(Basado en una historia real; no mía, por supuesto).