Se apaciguaba la misma cordura que luego me atacaría, eso no va ser posible, debe haber una confusión. No te hagas el inconsciente, que yo sepa nadie te obligó a estar entre mis brazos. Tal vez, no lo sé realmente, después de todo lo único que me queda es esa imagen desnuda de razón. Cuarto número doce, noches de mediodía, esperando que la carretera ahogue aquella bruma hostil que noches anteriores no me había dejado transitar.
En él se reflejaba un cielo opaco como mis mismos deseos, horizontes que para vivir no eran necesarios. También había un espejo de un metro y medio de alto en cuya superficie se cristalizaba la antigüedad del hotel. Pisos demacrados hasta los huesos, ni yo puedo describir todas las historias que he vivido en este mismo piso de madera. Son demasiadas, no puedo quitármelas.
Habrá que hacerlo otra vez, ya lo hicimos antes, intentarlo de nuevo no me magnifica mayor esfuerzo, por lo menos de parte mía. Desde un principio supe que terminaríamos así, enredados en este ciclo vicioso del cual no podemos escapar, de mucho antes ya estábamos condenados a desaparecer.
De la manera más cruda y fría posible se construye su cuerpo, sé que quizá esté muy lejos a vivirlo, que posiblemente nunca lo sienta en carne y de seguro que perderé todos mis ecos tratando de insertarme en esa trémula piel. Comerán de nuestras entrañas, se devorarán todo, incluso ese coraje que tanto nos faltó en el tiempo, hace ya mucho que teníamos planeado dejar de lado nuestros vestigios, pero no de esta manera.
En alguna tarde de noviembre las memorias parecían afligirse en mil fragmentos de poesía, se suponía que esta primavera estaría más alegre que en años anteriores. Todas, blasfemias de meteorólogos fracasados, ya ni si quiera se puede creer en los expertos. En eso se resumía Noviembre, cristales convertidos en permanentes fósiles, rocas tan duras como los cráneos, y aún así, no fue tan difícil verlos caer.
El hotel yacía igual que siempre, liso y traslúcido por cada una de las paredes. Un poco pálido para mí gusto, pero el presupuesto no rinde para más No olvidar que las barras se acero me trastornaban un poco más de la cuenta, un diseño exquisito para entrar en la locura. El interrogatorio ya había durado bastante, en esos momentos sólo deseé escapar, correr y volar encima de las infancias que me vieron crecer. Les dije que no sabía que ella tenía quince, que nunca quise hacerle daño. Justificaciones absurdas a estas alturas, mi destino había sido forjado hace muchas vidas anteriores, ya no tenía más que perder. Nos hizo salir del cuarto, caminamos un par de metros, abrimos una puerta gris y al cerrarla el olor dominó por completo mis pasiones. Desde aquel instante reconocí que estaba muerta.
Todo se planificó en base a bullicios embozados de silencio, hablar con ella fue una agresión permanente en el edificio. Veía su cuerpo, sus labios, siluetas tan preciosas que me era imposible narrarlas. Era perfecta, con la juventud impregnada en su piel, carcomiendo la falta de sonrisas que me llevarían a sus brazos como en un asfalto inaccesible. Lo único que quería era sentir el alquitrán en mi boca, morir si es que era necesario, saltar del piso número veinte y dejar fluir mis órganos en una metástasis irreversible sobre el cemento. La urbanidad me está matando, en cambio ella sigue viva, quise robarla, tomar prestada su eternidad, ser repugnante por siempre. Era la quinta, pero la primera a quien amé inmortalizar. Ellos no lo entienden, nunca lo hicieron. Ahora sólo somos tres, el correcto, el impulsivo y yo. No podía modular del todo bien, el impacto había sido demasiado estruendoso y dejó entre mis poros más que un leve escalofrío. Se veía mustia, corroída por inocencias y estrechada en un lapso tan corto como sus brazos. Me retiro del salón, me es insoportable verla. Ellos se niegan, trato de callarlos, sus voces son muy profundas. Lo recordaba, su belleza intacta, interrumpida por mis acciones pervertidas. Recuerdo que al apagar la luz, olvidé por completo que ella era mi hija.
Los logro detener, comprendo entonces que la magnitud del problema es más grave de lo que creo. Ambos me dicen posturas diferentes, no me importa, no quiero escucharlos. Una calibre 16, sólo había una bala. Rasguño al guardia, le apuntó y listo. Uno más que ha callado. Corro, invadido por los eternos prejuicios que me vieron reincidir por última vez. Me digo a mi mismo que esto debe acabarse, y es cierto, supe de inmediato que aquello nunca volvería a suceder.
Ellos me miran, me acompañan y por primera vez están de acuerdo con mi decisión. No sé desde cuando estuvieron a mi lado, tal vez por siempre, lo único que puedo analizar a la perfección es que me será muy difícil arrancarlos de mi piel y que tal vez, en un futuro no muy lejano, el valor de mis pasos logre perdonar aquella deficiencia por la que hoy desfallezco. Lo sé y aún más alarmante, lo comprendo, ser humano es mucho peor que tenerlos junto a mí. Nos tomamos de las manos, subimos los peldaños de la penitenciaría y recordamos cuántas veces dormimos en el mismo hotel. El viento traía sabores que nunca pensé contemplar, todo se veía gris, es extraño. Debí de imaginar que mi cuerpo sería triturado por las cadenas que yo mismo creé. Me he casado con dos implacables amos, lo más triste es que lo he hecho cinco veces, nunca podré quitármelos de la cabeza, son personajes tan sólidos como mis manos. El aire estaba frío, estábamos en la azotea. El final es casi predecible, no había mejor desenlace que el piso número veinte.
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