Los huesos que la ignominia había regado en los cementerios clandestinos, súbitamente empezaron a reconstruirse. Blancos como la nieve se cubrían de tejido, músculo, órganos, piel, cabello. Como un vasto huracán salían de sus tumbas temporales, al unísono caminaban por las calles asfaltadas de sangre regada durante las masacres y enfilaban entonando cánticos que nadie había oído antes, hacia el centro de una ciudad esclava del olvido y de la infamia. Los esposos, hijos, padres, y demás familiares no daban crédito a lo que veían, pero olvidando que estaban muertos o desparecidos se tiraban a abrazarlos, y besarlos en una expresión de amor nunca antes visto. Los verdugos en los palacios, centros de juego, de prostitución y de las cantinas locales, organizados como siempre en escuadrones de ejecución salieron para dar muerte por segunda ves a las miles de victimas que desfilaban sin turbarse por el centro de la ciudad. Una lluvia de balas cayó sobre ellos pero en esta oportunidad ningún proyectil tuvo el mismo efecto de la primera vez, porque continuaban su camino como si nada les estuviese sucediendo. Al llegar a la gran plaza central frente al colosal palacio de gobierno, sus cánticos eran más claros y más fuertes para que pudieran ser escuchados por el tirano de siempre. Y exclamaban, “triunfamos ya la muerte no nos puede vencer” y el tirano se puso a llorar. |