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La Pensión

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Hoy es lunes, primer día de la semana, y particularmente, primer día del mes. En los bancos de toda la ciudad se pueden ver, como procesiones, largas filas de hombres viejos. Todos esperando ahí con un propósito en común: cambiar sus cheques de la pensión. Han estado a la intemperie por poco más de media hora. La gente que pasa y los mira se pregunta ¿Por qué cada mes sucede lo mismo? Podría ser más fácil, sin lugar a dudas, que les depositaran el dinero directamente en su cuenta, sin necesidad de estar esperando a las puertas con tanto frío. Y tal vez tengan razón. No obstante, eso sería tanto como quitarles una de las pocas oportunidades que tienen de recibir un trato personal: el hecho de cambiar su cheque directamente en el mostrador. Es más grato recibir un saludo o una sonrisa, cuando viene de una empleada del banco, que el sonido de la mecanizada e inexpresiva frialdad de un complicado cajero automático.


El otoño llegó a su fin; las mañanas ahora son cada vez más frías. Las calles, como empañados espejos, reflejan las borrosas imágenes de los transeúntes. Cuánto más desiertas parecían, ahora comienzan a cobrar vida. Sólo una figura encorvada y temblorosa emerge discordante en ese cuadro: la de Rafael Domínguez. Cuando el pobre viejo camina, lo hace sin prisa. Con paso lerdo y una bolsa con papeles bajo el brazo, cruza la calle para tomar el autobús que lo llevará al centro de la ciudad; necesita hacer los trámites para gestionar su pensión. Se coloca al principio de la fila para molestia de los demás y sube al autobús con lentitud. Su cansado cuerpo se mueve pesadamente, interrumpiendo el flujo de pasajeros al interior. Los primeros asientos, que fueron acondicionados precisamente para gente como él, están ocupados por personas más jóvenes. Sin embargo, ninguno se mueve.

Al arrancar el autobús, pierde un poco el equilibrio, pero el conductor no se da cuenta. Una joven universitaria, compadecida, le cede el asiento; él corresponde con un gesto de agradecimiento.

Las oficinas de la Pensión aún se encuentran cerradas; hay mucha gente afuera, pero todos pugnan igual por una raquítica, aunque bien merecida, pensión de vejez. Los empleados que están detrás del mostrador, no parecen tener la misma prisa: ni por abrir la oficina, ni por atenderlos. Pasean de un lado a otro con una calma envidiable; conversan despreocupadamente con sus compañeros y toman innumerables tazas de café. Después de una angustiosa y larga espera, las puertas al fin se abren; los pobres viejos entran en tropel. Cada uno de ellos toma un número, y, pacientemente, esperan su turno para obtener la aprobación de su demanda.

Han pasado unas horas, y aún faltan muchas personas por servir. El cansancio comienza a hacer estragos en su fatigado y debilitado cuerpo. Lamentablemente, el tiempo que a Rafael le pareció una eternidad, para los empleados pasó demasiado rápido; ya es la hora de comer. El personal que atiende en el mostrador, se ve reducido a menos de la mitad. El viejo Rafael calcula el tiempo que falta y decide ir a comprar unos panecillos y un café: necesita apaciguar el hambre. Con un poco de suerte, pronto le tocará su turno. Al regresar se da cuenta que aún hay gente que no ha sido atendida. La espera se convierte en una pesada jornada, pero finalmente escucha su nombre. Después de proporcionar todos los documentos necesarios, y, aún los inimaginables, el empleado le dice que pasarán unos días antes de que su demanda sea procesada y autorizada. El viejo Rafael sale de ahí con el deseo de regresar a su casa lo más pronto posible y descansar. La respuesta la recibirá por correo.

El cielo cubierto de grises y oscuras nubes anuncia, inequívocamente, la llegada del crudo invierno. Los fines de semana La juventud se recupera del ajetreo de la noche anterior; descansa, duerme. El hambre no es lo suficientemente fuerte como para obligarlos a salir de su casa. Sin embargo, por las frías y desoladas calles, sólo se miran caminar a los pobres viejos como Rafael. Escapan del sopor que les provoca el calor artificial de su reducido apartamento, y salen a respirar el aire gélido de la indiferencia invernal. Huyen de la indolencia, del abandono de sus familiares y de la terrible soledad que invade su senectud. Caminan arrastrando los recuerdos y sinsabores que les ha dejado la vida. Llevan cargando sobre su encorvada espalda, no sólo el peso de sus años, sino también el de su solitaria y lúgubre existencia. Todo parece como un largo y turbulento paseo… pero sobre el triste y sinuoso camino de la ingratitud.

Avanzan con pasos lentos y cortos sobre el piso resbaloso; la prisa por vivir ya no es más una prioridad. La tranquilidad y la calma son, ineludiblemente, un derecho; y el merecido descanso es un deber. No obstante, salir a caminar a la calle es una de las pocas actividades que realizan con satisfacción, aunque no sin fatiga. En realidad, pocas deben ser las cosas que tienen verdadero sentido cuando se llega a esa edad: solo, triste y abandonado. Y es así como se siente Rafael. Quiénes todavía tienen la fortuna de conservar a la compañera de su vida, tan siquiera tendrán con quién platicar, o pelear en todo caso; pero al menos estarán juntos. Y para aquellos que ya no son tan afortunados de tener a su pareja, salir a la calle a caminar, resultará ser poco más que una mera distracción.

Rafael tiene varios años de vivir solo. Las nuevas ocupaciones de los hijos, ya no les permiten tenerlo en su casa. Es por eso que viven alejados de él, y tal vez más lejos aún de su corazón y de su pensamiento. El hecho de vivir completamente separado de los hijos y nietos, no es una sorpresa en éste frío y lejano país; es algo muy natural, al menos para quiénes han nacido aquí: “Vas a tener tu privacidad y nadie te va a molestar. Aquí vas a tener tiempo para descansar y te van a cuidar como te lo mereces”, le han dicho. Las palabras aún resuenan en sus oídos. ¿Y cómo es que yo me lo merezco? Se pregunta. Eso pareciera ser lo más práctico para el resto del mundo; pero para el viejo Rafael, la situación es un tanto diferente. El no nació aquí, solamente se envejeció.

A la alborada de un nuevo día, Rafael recibe en su buzón el tan esperado sobre. Lo abre con desgano y la vez con tristeza. Esa es la señal, inequívoca, de que ya no hay vuelta atrás. El día primero del mes sale a la calle impaciente dando tumbos entre la nieve, y, sofocado, pasa a formar parte de esa larga fila que espera siempre a las afueras del banco. Al entrar, las empleadas lo reciben con una sonrisa; él corresponde complacido, aunque en el fondo de su mirada, nadie alcance a percibir su congoja. Espera pacientemente sentado en el sillón, sumido en el torbellino de sus pensamientos.

Minutos más tarde, una dulce y melodiosa voz, de pronto me saca de mis cavilaciones. ¡Señor, Domínguez! ¿En qué le puedo servir? Me pregunta. Gracias señorita, muy amable-respondí; solo he venido a cambiar mi cheque… mi pensión.

Texto agregado el 14-03-2004, y leído por 364 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
30-03-2005 La ternura y tristeza de este cuento me dejaron con un nudo en la garganta. Excelente! Cinco estrellas porque no hay más y un beso. KaLyA
10-02-2005 Lindo, triste, sentido, verdadero. Te felicito. Gilda peinpot
14-06-2004 Qué cuento hermoso! Relato sencillo, prosa limpita, brota ternura por los cuatro costados. Raymon. tienes un gran conocimiento del corazón humano. Muchas gracias por brindarnos este texto. Mis 5 estrellas son poquísimas. (Se te escapó un "de" en taza de café...pero esto nos sucede a todos). Un abrazo, y felicitaciones. islero
26-03-2004 Escribes muy bien, pero lo mejor es que te preocupas por el mundo que te rodea. Nada amable. Van mis estrellas para ti. josedecadiz
23-03-2004 Una clara visión crítica envuelta en desolada ternura. Buen trabajo gracias por compartirlo hache
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