La Ultima Juerga
Disfruten la Lectura, y manifiesten su apreciación con un comentario. Las sugerencias las pueden dejar abajo del texto o en el Libro de Visitas. Gracias.
“¡No vuelvo a tomar nunca más!” Fueron las palabras que murmuró Armando Ruiz ese domingo por la mañana. “La de anoche, fue la última borrachera que me pongo”–decía, mientras se rascaba la cabeza tratando de mitigar los efectos de la resaca. “Ya no aguanto más esta maldntdnntgh…”, murmuró inteligiblemente; luego se volvió a quedar dormido.
En la sala se podían divisar las botellas vacías de ron y cerveza. Los muebles despedían un hedor penetrante: una mezcla de ceniza de cigarro y alcohol. Había ropa sucia esparcida sobre el maltratado piso de madera. El desorden que reinaba en el pequeño apartamento podría, sin duda alguna, intimidar a cualquier ama de casa acostumbrada a la limpieza y al orden.
Armando se encontraba tirado boca arriba; con los brazos abiertos en cruz sobre la desvencijada cama. Aún tenía la ropa puesta. La camisa la tenía abierta y los pantalones a media pierna; tenía el pelo todo alborotado, un gusto amargo en la boca y una sed de los mil demonios. Las sabanas, que alguna vez fueron blancas, despedían el clásico olor de la soltería; o sería mejor decir… de la dejadez. Los débiles rayos del sol otoñal, entraron por la pequeña ventana intentando penetrar por entre las raídas cortinas hasta el cuarto. A Armando le molestaba la luz del sol en la cara, por eso las había colocado en la pared, frente a la ventana. En realidad no eran cortinas, sino las viejas sábanas de algodón que Pablo Mancera, su compañero de parranda, había comprado unos cuántos años atrás y nunca las había lavado.
Armando no vivía en ese apartamento, sólo llegaba de vez en cuando a pasar la noche con la novia de turno; pero cuando lo hacía, se encargaba de que todo el mundo se enterara. A pesar de que se trataba de un sótano, el ruido de la música escandalosa y las carcajadas que se escuchaban durante toda la noche, eran suficientes para volver loco a cualquiera. Los vecinos nunca lo habían dicho abiertamente, pero constantemente se quejaban de que el par de amigos parecía vivir la vida al revés. Dormían cuando todos estaban trabajando, y les daba por hacer fiestas cuando todo mundo quería dormir. Lo curioso es que Pablo Mancera raramente dormía ahí; también esa madrugada había salido con los demás compañeros de juerga, sólo para continuarla en otra parte; en el apartamento se quedaron solamente Armando y su chica.
El brusco despertar de ese profundo sueño que lo invadía, pronto lo traería de vuelta a la realidad, y rompería con esos raros momentos de paz que ahora estaban gozando. El ruido estridente del reloj despertador irrumpió el silencio; marcaba justamente las tres de la tarde. “¡Por la gran diabla!”–dijo Armando, maldiciendo en tono áspero. “¿A quién madres se le ocurre poner el despertador a esta hora?” Enfadado se levantó buscando alocadamente, entre todo el desorden, al causante de interrumpir su paz, y lo calló lanzándolo contra la pared; era el tercero que hacía mil pedazos.
Armando se terminó de quitar la ropa para darse una ducha, quería sacudirse la modorra y la pereza que cargaba encima. Al caminar hacia la sala de baño, tropezó con la toalla. La recogió, y colocándola sobre su hombro, avanzó trastabillando con la ropa tirada en el suelo. Realmente no se sabía si, entre toda esa ropa, había alguna que no estuviese sucia, ni siquiera recordada la última vez que vio una prenda limpia en ese apartamento, si es que alguna vez la hubo.
Los grifos de la ducha se abrieron por completo, y, lentamente, desalojaron el agua helada y turbia para dar paso a la caliente y diáfana. Poco a poco, una espesa nube de vapor inundó la habitación empañando los espejos. Sentado sobre el inodoro, Armando Ruiz apoyó la cara entre sus manos; sacudiendo la cabeza, trató de poner en claro sus pensamientos. “¿Qué pasó anoche? Uhg. ¡Mierda, no me acuerdo de nada! ¡Coño, qué dolor de cabeza!”– exclamó. La cortina de baño, que cuando nueva fuera transparente, ahora estaba tiesa como el cartón; no por el exceso de uso, sino por la falta de limpieza. Tenía un color oscuro imposible de identificar. Armando se levantó, y recorriendo la cortina, entró en la bañera. Había un espacio blanco en el fondo de la tina en forma de ¨V¨; era la silueta de un par de pies, con los talones juntos y las puntas separadas. Cuidadosamente se colocó dentro de ella de manera que sus pies, sin tocar el resto de la tina, cubrieran por completo la silueta; estaba cubierta de una gruesa capa de sarro que se dibujaba como un medallón alrededor, y sin mucho asco evitaba tocarla.
El golpeteo del agua caliente sobre su rostro le fue devolviendo la cordura; y lentamente comenzaba a recordarse de lo que había pasado la noche anterior. “¡Ah, ya! Ahora me recuerdo”–decía. Su pensamiento, despejado ya por la tibieza del agua, voló entonces veinte años hacia atrás; hasta aquél lejano día de una escandalosa celebración con sus compañeros de escuela. Ese brusco paso de la pubertad a la adolescencia; su primera experiencia sexual; su primera borrachera. Armando recordó entonces, vívidamente, aquél preciso instante en que sus labios pronunciaron por primera vez, esas mismas palabras:
“¡Pero no vuelvo a tomar nunca más!”.
|