Sexo Con Dios
Desde que nació la llamaban “angelita”. Y es que era tan bella que las flores se doblegaban cuando la paseaban por el jardín. Sus bucles color miel se asemejaban a un mar furioso cuyas olas flotaban dibujando circunferencias de todos los tamaños posibles, sus ojos se mostraban diáfanos exhibiendo un verde maravilloso, casi cristalino, y su tez era blanca y rosada, como una manzana desteñida por algún reflejo del sol inexplicable. Ella era Cony, una bebita privilegiada y agotada por poseer tanta hermosura junta. Fue por eso que sus padres le tenían un respeto singular, casi temeroso, y decidieron cuidarla con tal cuidado como es el que se le brinda a una joya de cristal y diamante, la más cara, la más maravillosa y única en el mundo. Pero la suma de sus sobreprotecciones no eran suficientes, pues Cony no podía ser humana. Al mirarla a sus ojitos la gente pensaba que seguramente era un ángel traído a la tierra por equivocación, por lo cual le aconsejaron a los padres – orgullosos por poseer aquella divinidad como hija – bautizarla cuanto antes y encomendarla a todos los santos y por supuesto al Señor, para que aquella angelita no fuera tentada ni corrompida por algún demonio o fuerza egoísta. Así lo hicieron.
Al pasar los años, los atosigantes padres acercaban cada vez más a la niña a la iglesia, le inculcaban las creencias más religiosas posibles y la obligaron a leer y releer la Biblia, puesto que un ángel no podía defraudar al Señor, que tan bondadosamente había confiado en aquellos simples mortales y les había entregado a su cuidado uno de sus ángeles. Así Cony creció rodeada de imágenes divinas y de oraciones suplicantes, temerosa de sus acciones, pues le habían enseñado que si actuaba siempre de buen corazón, Dios no se enojaría con ella y no la castigaría en el día del juicio.
Pero la angelita se fue transformando en una adolescente atípica, pues con su monumental belleza, que iba aumentando día tras día, se encontraba repleta de dudas en cuanto al mundo se refería, ya que jamás había compartido con sus pares ni menos realizado actividades acordes a su edad. Y fue cuando Cony tuvo su primer pretendiente, que sus padres decidieron enviarla a un convento, para que no desviara del camino de Dios y se conservara pura como un ángel debía ser. Así la niña experimentó sus cambios más íntimos en un claustro de monjas que cuidaban de la angelita como si fuera la misma Virgen María.
Mientras más cerca de Dios se encontraba Cony, más dudas resurgían en su inmadura mente. Al cumplir los 17 años sintió deseos por vez primera de besar a un muchacho que divisaba en misa los días domingos. Cuando le comentó aquel anhelo a su superiora, ésta le ordenó rezar por el resto del mes para evitar que el demonio robara la pureza de aquel ángel enviado por Dios. Cony lo hizo, sin darse cuenta de la metamorfosis que comenzaba a sufrir. Ese mes fue decisivo. Ese mes fue mujer, sí, mujer.
Era ya su noveno día de oración y mientras repetía incansablemente “Padre nuestro que estás en el cielo” la imagen de aquel muchacho de Misa se le venía a la cabeza, alto, flotante y despampanante, desnudo y suplicante de amor.
“Venga a nosotros Tú Reino, hágase Tú voluntad así en la tierra como en el cielo”.
De pronto la angelita ya no estaba fría, sino ardiendo en pasión viendo como el mismo muchacho se aproximaba a su cama, mientras ella lo recibía con la humedad característica de una mujer en celo…”Hágase Tú voluntad” “sí, sí…” repetía la chica jadeante de placer.
“Danos hoy nuestro pan de cada día”
Cony ya tenía el pan que necesitaba…en sus manos, y lo acariciaba con tal ímpetu que sus ansias de saborearlo fueron irrefutables. Su lengua masajeaba aquel firme y duro pan que otorgaba a su boca un sabor nunca antes experimentado. No podía contener aquel impulso de comer ese pan, su pan, que tan sutilmente se le ofrecía con el más ardiente deseo.
Seguía rezando….”Perdona nuestras ofensas, así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”
Súbitamente su hombre la desvistió de sus tirajes de novicia y la besó completamente de un modo salvaje. La angelita gemía de dolor al sentir aquel miembro antes saboreado introducido en su sexo, al sentir las poderosas manos que apretaban sus senos brutalmente, y al escuchar esa grave y tenaz voz que imploraba “Perdonáme”.
“No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”
La excitación era tal que el cuarto temblaba de placer. Los muebles tenían un aroma ahora característico que ahogaba a la angelita impidiéndole respirar. El frenesí de la oración era demasiado, no comprendía por qué no había sentido antes la verdadera presencia de Dios, de su Dios, dándole el más grandioso placer del universo, placer que sólo estaba reservado para ella, ella, la más hermosa de todas, el único ángel viviente de la Tierra.
Paulatinamente el muchacho comenzó a desprenderse de la niña con una mirada reprochadora y culpable a la vez. La habitación se llenó se luz y el aroma que inundaba el ambiente se hizo más y más intenso. Cony no podía respirar, boquiabierta reconoció al Señor que le había enseñado tanta bondad inventada durante años en su corta vida, y que por fin le revelaba el misterio del verdadero amor. Era humano. Era de carne y hueso. Era un hombre. Dios era un hombre. Finalmente Dios la libró del mal mostrándole lo más puro y brutal del amor, ofreciéndole un camino a recorrer renunciando a todo lo que antes se le había inculcado. Dios había fornicado con ella, y ella lo disfrutó y lo amó por vez primera. Mas cuando el Señor anunció su partida al Cielo, Cony lo aceptó con alegría, pues sabía que el sabor de su pan solamente ella lo conocía. Se sentía realmente privilegiada al ser la única mujer conocedora del inmenso amor de Dios. Partió a los cielos y ahí quedó la angelita.
El gozo la invadía, mas comprendía que después de aquella experiencia no podría vivir sin la ausencia de ese tan enorme placer. No, simplemente no podría. Se recostó en su cama como una flor a punto de marchitar, mientras con la aguja punzaba una a una las venas de su muñeca. La sangre escurridiza tornó su piel de un tono blanco como una nube, sus ojos verdes eran ahora incoloros, y sus bucles color miel se teñían de rojo. Poco a poco Cony se despedía del mundo, orgullosa por haber palpado el amor de Dios, de su Dios.
Amén.
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