La Compañia minera se había tragado el vientre del pueblo antes que empezara el diluvio profético y las tórtolas de verano habían abandonado sus críos para tomar vuelo sin destino.
La choza de Rufo impregnada de olor de manteca y cebolla fresca alborotaba el perímetro de la vecindad y los habitantes cadavéricos apresuraban su paso hacia la Iglesia local, único lugar en la comarca con paredes de adobe y piso cementado.
El párroco había llamado a todos los habitantes, que no rebasaban los cien al pequeño templo para que permanecieran dentro de él mientras durara el aguacero que la cábala , los brujos y los pijijes anunciaban premonitoriamente.
Todo empezó con una sinfonía de notas del viento del norte que arribaba sin contemplaciones, mas tarde apareció la oscuridad brutal que apagó las luciérnagas intrépidas que todavía no abandonaban el pueblo y luego se abrió el cielo para dejar caer una catarata enorme que apabulló el gemido de las ranas y asustó a los peces de los ríos y lagunas. Llovía como nunca antes en la historia de la comarca y los habitantes sin mas alimentos que agua, permanecían orando el credo del padre nuestro. Al quinto día del diluvio se empezó a escuchar retumbos debajo de la tierra que cada vez se hacían mas intermitentes. Duró pocos minutos la debacle, grujió la iglesia y las paredes y techo cedieron ante el enorme peso de las rocas y lodo que se había precipitado de la montaña vecina que había servido para proveer de cobre a los artefactos de la ignominia que más tarde lloverían sobre la ciudad de Nabucodonosor.