Todos los viernes y sábados sin falta como una tradición o como una forma de olvidar a lo que temían, la Jana, la Lola y la Pancha salían en búsqueda de reventones.
La mayoría de las veces terminaban en la playa con los punkys de la plaza sin la mitad de sus brillantes y malgastadas ropas.
Pocas veces habían sido encontradas por los rati, pero eran ocasiones para contar como chistosas y lamentables escenas de vida con las “huachas” del cerro con una chela en la mano y una luca en el bolsillo.
Llorando casi de la risa cuentan las penas, los moretones, las violaciones y los abortos como actos diarios para esconder lo que se ha ido de dignidad.
La Pancha según las otras era la más cartucha, la que menos tiraba por gusto. Pocas veces la habían visto llorar, muchas veces reír repasando en su mente los horarios para llegar a la casa, servir a su hermano y honrar a su padre con caricias nocturnas.
Era normal verla llegar con una botellita de hielo en el ojo y una luca pal´ vino. Siempre con la misma mini negra, la polera brillante y la pulsera que le había regalado el Mario escondido de la Jana pa´ que no se pusiera celosa.
La Pancha era bonita, tenía grandes ojos cafés, según la Lola, nariz de gringa y la boca chiquitita pa´ no contar mucho.
El tercer viernes de cada mes las chiquillas se iban a caminar, cuando las piernas mil veces usadas no daban mas, se sentaban y contaban en silencio cada una hasta mil, sin otro sonido que el susurro de la Jana cuando llegaba por los 700 y se acordaba de su guagüita, el bebe de tres meses que el invierno había matado. Desde ese momento un vacío lleno a la Jana; aun mas que antes sus ojos se veían cansados, no importaba con cuantos tenia que pasar la noche pa´ hacer las tres lucas, cambiarse de ropa pa´ pasar como secretaria, llegar a la casa y cuidar a la mami, darle los remedios y hacerla dormir.
Siempre vio esto como una forma de retribuir el amor a su madre, pero desde hace una año, un invierno, le era un más difícil llegar a la casa y darle a la mami un besito sin llorar cuando le preguntaba como estaba el Vicentito y ella le decía que bien, que se había quedado con su papa, el mismo que cuando lo vio nacer le dijo huacho y lo abandono.
Después de cinco horas en una esquina, en una banca, en la arena mirando el atardecer se despiden silenciosas y vuelven a la realidad que mienten amar.
A la Lola a diferencia de las otras, nunca le falto la plata, no existía razón para caminar en zapatos altos luchando con los travestís por una esquina, por un asiento caliente en el cine porno, por una noche, por un día, por una tarde, un momento con ilusión, con satisfacción y con los fallidos intentos de amor.
Las noches son oleajes de recuerdos. Sin importar el rostro del maniquí, sin importar demasiado cada diferente movimiento, el final era lo que importaba; cuando el tiempo se detiene y por el cuerpo desnudo y amoratado recorren escalofríos, sin sonido real, sin tener que pensar, solo sentir, sin tener que recordar el profundo abandono que guarda su vida. El recuerdo, el pasado de un amor la hacia querer morir. Un momento, a veces cinco, a veces tres en una noche le hacían olvidar el profundo dolor que una mujer le había dejado.
Sus historias como ella misma contaba eran dignas de una puta derecha del puerto, de ahí la razón del oficio.
Según la Jana la Lola era puta por gozar, según la Pancha porque tenía el corazón roto y era todo para olvidar, según la propia Lola era pa´ llorar la muerte del amor.
Entre los cuadernos de hojas amarillas se esconden los secretos de estas putas amorosas, de sus vidas engañosas y de momentos solitarios.
Existe una vieja foto de los rostros arrugados, de sonrisas desdentadas, de cabellos descoloridos, de sonrisas dignas y vergonzosas que cuentan de su último momento en la orilla de un mar…..
Sigue ..para después…
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