Escondo su sonrisa en un papel dibujado por trozos de viento. Recuerdo los colores, imágenes en carmín que tarde o temprano recaerían en sepia.
Había terminado el clímax, el resto eran papeles secundarios entre la tierra y sepultura. Ya ni si quiera despedía el perfume, esa esencia a rosas que antiguamente me llevó a comer de su alma. Traté de no afectarla, de mover el cuerpo de la manera más sutil. Aún permanecían líquidos, no me había percatado de sus ojos si no hasta ver que un brillo paralelo le recorría el rostro. Fue rápido, romántico y poco tortuoso, sólo bastó un poco de planificación, guantes y una soga gruesa. En esta ocasión no utilicé mucho el rojo, mas bien apenas lo necesario para cumplir la meta.
La conduje al automóvil procurando limpiar y remover las hojas que por estas épocas invadían la zona. Los momentos se quedaban mustios y así poco a poco se descomponían nuestras vidas. Borré los rastros de evidencias, pretendiendo que el fingir de cada día se transformaría en una cadena de suplicios negros.
Manejé por un par de horas, la carretera deliraba de tanto tráfico, de alguna manera ponía a prueba mi paciencia y reconozco que en esos ámbitos no es para nada amplia. Hubiese llegado más lejos de no haber sido por la repugnancia que la descomposición comenzaba a provocarme. Nos internamos en el bosque, rodeados de recuerdos arbóreos y animales destellantes a nuestra realidad. Siempre creí que debíamos hablar las cosas, ahora ya es muy tarde, tendré que conformarme con la ilusión de haberlo intentado.
Sé que el tiempo nos trató mal y que a pesar de mis esfuerzos, nuestra vida no sería más que agua destilada. Los relojes pararon de existir aquel día en que ella se atrevió a amarme. En ese instante la narración fue un asunto burdo y descortés, sin otros remedios todo se ennegrecería e incluso su olor sufriría colapsos. Introdujo su mirada en mi mundo, por poco casi me veo descolocado de la razón. No podía permitirlo, yacer sumido a la humanidad es un horizonte que no me permito atravesar. Entonces, sólo quedaron sombras. Quise evadirlo, intentar amarla con la misma fuerza que ella lo hacía, y si es que era posible, aniquilar todos los prejuicios que me impedían hacerlo. Mas no puedo, están impregnados en mí, carcomiendo mi carne como en un asfalto inaccesible. No puedo quitármelos
Cavé dos metros bajo tierra fértil, desde aquella noche esa sería la morada perpetua de Beatriz, mi esposa. Abandoné por completo sus días, entonces comprendí que mi vida estaría rodeada de invierno y que su aroma penetraría mis poros por el resto de la eternidad.
Una mano silenciosa acarició mi hombro, siguió por el rostro y se estancó en mi cabello. Creí estar loco, atemorizado en las penumbras de mi memoria, en esos rincones en donde tenía prohibido recorrer. No, no es eso, es una caricia diferente, era Beatriz. Un sueño tal vez, lo que haya sido ahora me deja plantado pegado al concreto, al fin un alivio de parte mía.
Estábamos desnudos, probablemente pegados cuerpo a cuerpo disfrutando de nuestra última vez, me besó por completo, le dije entonces que le tenía una sorpresa y si es que fuese posible se la daría a conocer esta noche. De forma inmediata saltó de la cama y en menos de una hora estuvimos en marcha. Encendí mi auto, subimos a bordo y despegamos fronteras que para vivir no eran necesarias.
Me preguntó muchas veces a dónde la llevaba, realmente ni yo lo sabía. Se me ocurrió entonces la colina. En estas épocas debe estar cubierta por otoño y de seguro que las hojas tristes nos darán el color que tanto nos hace falta. La llevé a la colina más alta, en un punto en donde sólo yo la podría ver y en donde las hojas se hacían parte del decoro.
Al llegar hicimos las cosas que tanto necesitábamos en el romance; Mirar las estrellas, beber vinos finos y románticamente embriagarnos de amor.
Su voz inocente quebrantó mi llanto, me preguntó cual era la sorpresa. Aún no has visto nada le contesté. Sin saberlo, el tiempo nos tenía planeado una inconsolable verdad, desde mucho antes ya estábamos condenados a desaparecer. Un dulce “te amo” desapareció en el gran vacío de nuestros corazones. Se escuchó precavido, como si tuviese miedo de ser pronunciado. Le respondí un “Yo también”. Esa noche, ella llevaba perfume a rosas y yo en cambio, sólo podía llevar olor a piel.
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