“La noche y el tiempo”
Mi nombre, por desconocido, no importa; pero el eventual lector de estas páginas no debe ignorar ciertos aspectos de mi personalidad. Tengo ochenta y siete años y sé que mi muerte se acerca inexorablemente pero ya no le temo; ese horror (que me angustió durante algún tiempo) se disipó ayer y ahora la espero tranquilo y sin mayor interés, como quien espera el previsible final de una película. Desde mi infancia sentí un profundo placer en la añoranza, la melancolía y la memoria entregándome por entero a la contemplación, la soledad y el recuerdo. Mi memoria (en la que basé toda mi felicidad) es precisa: Un cartel sobre un fondo de mar y cielo azul visto durante un atardecer de verano, una tibia noche de otoño en una quinta de Adrogué (una noche igual a muchas, pero yo recuerdo esa noche y no las otras). Por temor o timidez no me casé y sé que no me equivoco al afirmar que, no viví sino que recordé haber vivido. Mi existencia, concretamente, ha sido monótona, segura y feliz.
Creo que ya puedo comenzar mi relato.
De mis muchos recuerdos personales, el que sigue es el que guardo con mayor claridad. Tenía quince años, estaba en Mar del Plata, era de noche y estaba solo. Había caminado algunas horas disfrutando de mi barrio de chales de bajos techos rojos a dos aguas, deteniéndome ante cada casa para observarla con atenta minuciosidad, como si fuera la primera y última vez o como si tuviera la eternidad para memorizar un barrio infinito. Plácidamente recorrí las calles que, zigzagueantes, se abren paso entre pastos duros y adoquines blancos. Miré el mar que, hacia el horizonte, se confundía con el cielo en una única maza de oscura y profunda belleza. Un suave rumor de pequeñas olas recostándose en la arena, un tenue olor a sal y una leve brisa me acariciaban mientras mi mirada abarcaba el lejano esplendor de la ciudad. Me distraje largo rato con el jugar entre las olas del reflejo rojo del cartel de Alfajores Balcarce que, alguna vez, coronó triunfal el espigón del Club de Pesca Mar del Plata; con el Torreón del Monje, agigantado por la luz y la leyenda; con el casino, que imaginé un sobrio y oscuro lugar atestado de humo; con la inmensidad del mar frente a mi pequeña soledad.
Cuando la claridad del alba comenzaba a desdibujar las oscuras imágenes de la noche, bajé a la playa a esperar la salida del sol. Todo me parecía fantástico, ilusorio, como parte de un sueño. Mi vista recorrió distraídamente toda la extensión de la playa pero se detuvo ante una inesperada presencia. Se trataba de un hombre mayor, de caminar lento y vacilante y de abundante cabellera blanca, al que juzgué excesivamente abrigado y viejo. Esa persona me inquietó un poco porque no se trataba de un pescador y, sobre todo, porque parecía dirigirse resueltamente hacia donde yo estaba. Al pasar a mi lado se detuvo y me preguntó que estaba haciendo. Sentí algo de temor y una extraña, aunque no desagradable, sensación de vértigo y le respondí con la primera frase que mi asustada mente logro articular (una incoherencia que mi memoria se empecina en no querer recordar). Ante mi infantil actitud, me miró con una sonrisa, me tocó la cabeza a manera de tosca caricia y siguió su camino. Recorrió la playa con su inseguro caminar, subió la arenosa escalera y permaneció un largo rato mirándome desde lo alto del acantilado. Con ese hombre lejos de mí, disfruté de aquel inolvidable amanecer de cielo claro y mar calmo y, cuando el sol había sobrepasado la línea del horizonte, volví a mi casa. Me acosté cansado y feliz, con la total seguridad que nada en el mundo podría igualar jamás la felicidad vivida esa noche.
El detallado recuerdo de esa íntima noche de serena felicidad impar me acompañó a lo largo de toda mi vida. A veces, la recordaba adrede, por el simple placer de revivirla. Otras, el mismo acudía a mi mente ociosa. No fueron pocas las noches que ocupó mis sueños. Ayer, justamente, la soñé más vívida y real que nunca. Cuando me desperté aún no eran las cinco de la mañana y no logré reconciliar el sueño. Me levanté de la cama con un irrefrenable deseo de ver el amanecer. Me atemorizó un poco la diferencia de temperaturas entre las cálidas sábanas y la calle donde ya despuntaban las primeras luces del alba, pero me abrigué bien y salí. Caminé lentamente por la playa hasta que encontré a un muchacho que, algo atemorizado, me dijo que estaba eternizando la noche. Yo le entendí, le ofrecí una sonrisa y le toqué tierna y toscamente la cabeza.
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