Ese sábado Anita se levantó como todos los días, pensando en que planes tendrían sus amigas para la noche. Trataría de convencer a su madre para que la deje ir al “asalto” que organizaba Iris en su casa. Por esa época los asaltos eran fiestas divertidas, donde las chicas llevaban algo para comer y los chicos las gaseosas.
A nadie se le ocurría llevar bebidas alcohólicas, puesto que los padres de quien organizaba la fiesta eran quienes inspeccionaban minuciosamente las provisiones, antes de guardarlas en la heladera.
A veces Juana dejaba a Anita ir a alguno de estos eventos, en tanto conociera a la familia dueña de casa. A los bailes no. Hasta después de los 15 no se iba a los bailes. Mucho menos en ese momento, en que el estado de sito hacía que cualquier jovencito pareciera sospechoso a las tres de la tarde.
Anita entendía a medias las explicaciones de su mamá. Ella solo quería divertirse, encontrar al chico que le gustaba desde que estaba en 7mo grado, cantar canciones de Sui Generis, Almedra, Vox Dei, esas que habían ensayado tantas veces con Patry y que a los chicos los dejaba obnubilados. Pero cada vez que Anita le pedía permiso, su madre comenzaba con el sermón repetido una y otra vez.
-¿Vos estás loca? No te acordás que en el cumpleaños de Marito, cayó la policía a pedir documentos, y eso que eran todos familiares! Les hicieron apagar la música y casi se lo llevan a tu primo, por decirles que allí no había ningún delincuente.
Además hay “racia” a toda hora. Esos hijos de perra de los milicos, te hacen bajar del colectivo, y te revisan, cuando no te manosean. ¡Vos sos chica, no quiero que te pase nada!
Anita indefectiblemente discutía con su mamá. La trataba de exagerada, aunque sabía que estaba diciendo la verdad. Sin ir más lejos el viernes cuando venía de estudiar mecanografía, habían parado el colectivo y bajaron a todos los hombres. Por suerte a las mujeres las habían dejado en sus asientos. Pero ella que estaba sentada en la ventanilla no pudo ver bien que les hacían, cuando intentó mirar, solo pudo ver a todos los varones, que habían bajado a la vereda, apoyando sus manos en la pared con la cabeza gacha y las piernas abiertas. Vaya susto que se pegó, cuando de repente escuchó el golpe en el vidrio y el grito del milico que le ordenaba -¡Que mirás mocosa de mierda! Mirá para adelante.¡ Mirá para adelante te digo!
Eso no se lo había contado a su mamá, ni se lo contaría. Sería como darle más argumentos para que no la dejase salir a ningún lado, y bastante trabajo que le costaba sacarle un permiso.
En estas cavilaciones se encontraba, mientras ordenaba su habitación. No es que fuera ordenada. Pero si quería que su madre aflojara y le permitiera ir al asalto, mejor era que no tuviera reproches que hacerle.
Se sobresaltó un poco cuando Juana entró en su cuarto preguntando -¿Qué estás haciendo Ana?-Era como si la hubiera descubierto, oído sus pensamientos, y se sonrío un poquito al recordar la propaganda que pasaban en la tele: “el silencio es salud”, al mismo tiempo que contestaba: -Nada mami, ordenando mis cosas. Así queda todo limpito.
Juana la miró con cierto grado de asombro, pero no hizo comentarios, se limitó a preguntarle: -¿Querés acompañarme a casa de tu tío Justo que está en cama? Me tiene preocupada.
-¡Sí, dale vamos!, me peino y cuando vuelvo termino- contestó- mientras seguía sonriendo. Aquello era otra oportunidad para quedar bien con su madre.
Era una mañana soleada, sin siquiera una nube, como diría Juana, “un día Peronista”. Ambas rieron mientras se encaminaban por las callecitas de tierra y Anita repitió la frase que tanto había escuchado y que todos los adultos de su familia gustaban en decir cuando el tiempo acompañaba.
Doblaron la esquina charlando animadamente, cuando exactamente a una cuadra de la casa del tío Justo, Juana dejó de contestarle y tomó fuertemente de la mano a Anita. –Seguí conversando, y no mires el yuyal de la zanja. Hacé como si nada pasara-
Instintivamente Ana miró para el yuyal que bordeaba la zanja de Doña María, y empalideció cuando descubrió varios caños de armas largas que sobresalían de entre los yuyos. Intentó seguir hablando pero su boca quedó abierta sin poder emitir sonido. Juana tampoco, solo apretaba más y más fuerte la mano de su hija, mientras con paso decidido seguían su marcha por el medio de la calle de tierra.
Al llegar a la esquina, las armas parecían elevarse ante los ojos atónitos de Anita que permanecía callada y con la boca abierta. Fue cuando escucho la voz imperativa del soldado que la portaba, que un temblor de miedo le recorrió el cuerpo, como cuando tenía fiebre y sentía frío.
Uno tras otro, se levantaron los tres hombres apuntándolas a ambas mujeres y preguntando a dónde iban.
Juana respiró hondo y pareció borrarse todo rasgo de miedo de su rostro, mientras contestaba decidida- Voy a la casa de mi hermano que está enfermo- señalando la casa blanca de la esquina opuesta de la cuadra.
- Váyase inmediatamente Sra. estamos en operativo y Ud. no puede transitar por esta cuadra, pareció suavizarse la voz del soldado, mientras los tres no dejaban de apuntarlas.
Juana balbuceó una protesta, ante el miedo creciente de su hija, que por suerte, pensó Anita, nadie escuchó, puesto que el grito de otro soldado hizo que los hombres se dieran vuelta, y cumplieran la orden de ir a la casa de los Margui que estaba a la vuelta de la esquina, olvidándose completamente de ellas.
Ambas se quedaron como petrificadas viendo a pocos metros la escena. Una mujer era pateada por varios soldados a los que se unían los tres que las habían interceptado hacia un momento, en el porche de la casa de los Margui.
En cuestión de segundos, la madre que seguía apretando fuertemente la mano de Ana, tironeó de ésta y casi corriendo llegaron a la casa de Justo.
Ana tiene grabado ese día como una instantánea. No fue la única que no concurrió al asalto, tampoco fue Esteban, el hijo de los Margui a quienes parecía habérselos tragado la tierra.
Rita Mabel Paruolo |