Todos pierden
Las guerras se saben cuando acaban, pero las consecuencias de las posguerras no tienen fin…….
Las guerras no tienen ganadores solo perdedores, solo enemigos y solo destrucción directa......
La destrucción indirecta viene después, cuando callan las armas y abren fuego las enfermedades, las hambrunas, las vejaciones e indignidades. Los valores se subvierten y acusan el desgaste de su manipulación y conculcación sistemática en tiempo de guerra, que poco a poco los degradan y lo convierten en conceptos volubles, opinables y a mano de cualquiera que los utiliza en nombre de un supuesto bien mayor, como la patria, la soberanía popular, el progreso, la igualdad, la unidad o el manido bien común, que lamentable e invariablemente siempre excluye a una de las partes.
En el medio, siempre están los de siempre, aquellos que sirven de alimento involuntario de la muerte, aportando vidas a discreción en aras de una idea que nunca es suya y que en la mayoría de casos ni siquiera entienden. ¿Qué es una ideología en tiempos de guerra? Simplemente una opción apalancada en el mal menor, en la proximidad, en la casualidad inevitable o en el oportunismo. Ninguna de estas las eligen los que mueren, ni los mutilados ni los que oponen su pecho a una bala de otro ser humano igual que él. Todo resulta un juego de azar. Como tal se vive y como tal se muere.
Una vez que la contienda cesa formalmente, las consecuencias de la paz impuesta toman el protagonismo. El supuesto vencedor busca compensación argumentando su victoria y el supuesto vencido queda huérfano de ideales, modelos y oportunidades, y sobre su elección involuntaria de bando se arroja una oscura losa que arrastrará de por vida……como si debiera penar su culpa a través del sufrimiento. ¿Culpa?, ¿Qué culpa puede tener un niño con hambre? ¿Acaso se puede cargar con la culpa a una familia de un muerto de un bando y en cambio premiar a otra con un muerto de otro bando? ¿Acaso el sufrimiento y desvalimiento no es equivalente? Pues parece que no, todos parecen merecer algo y como tal lo asumen los unos y los otros. …., pero cada uno en su rol, sin saber que ambos son los perdedores del macabro juego de la guerra.
Un hecho
En el durísimo Madrid de 1940, una niña de 12 años se encontraba en una de las tantas colas de la beneficencia que tachonaban la ciudad. Esperaba, con toda la dignidad de la que era capaz, a que le tocara su turno para que le llenaran el puchero que portaba en la esperanza de comer ese día…. y además, caliente. Sus hermanos la esperaban en casa con la ilusión de acallar sus tripas vacías, que apenas habían recibido en muchos días nada que se pudiera llamar "alimento". Las ilusiones de la niña estaban puestas en lo inmediato, en lo tangible, en lo comestible, y su dignidad aún incipiente apenas sufría ante tanta miseria circundante que se había convertido en su hábitat natural y en el que había crecido muy a su pesar y al de muchos otros. Las enfermedades campaban a sus anchas, el agua era un bien escaso y los alimentos se consideraban elementos suntuarios, si los encontrabas y tenías opción de comprarlos o canjearlos. La cola era larga y oscura como una noche sin pan, pero era la suya, su mísera esperanza de ganarle al hambre al menos por un día.
Tras guardar cola durante mas de hora y media le llegó su turno, colocó el puchero en posición y la persona responsable de repartir echó dos cazos casi llenos de patatas y líquido humeante que hacía las veces de caldo. Detenido el cazo, el encargado voceó: - ¡El siguiente!-. La niña no se movió y clavó sus ojos en el repartidor, a la sazón, hombre del cazo y el encargado fulminó con la mirada a la endeble figura que mantenía el puchero en posición desafiando su miserable poder temporal.
La niña sin inmutarse lo mas mínimo le aguantó la vista al encargado, al repartidor y al guardia que creía garantizar el orden público, pobre iluso, la rebeldía era de tripas y no de voluntades. El encargado volvió a vocear con mayor intensidad: - ¡El siguiente! -, pero la niña se había apalancado junto a la olla empeñada en que el cazo volviera a descargar en su puchero. El ambiente se volvió tenso. El run-run de la cola se apagó y cientos de ojos carentes de brillo se clavaron en la escena que se estaba representando alrededor de la olla. La explosiva novedad resultaba ser la valentía con que la niña desafiaba el orden establecido en la nueva España. El encargado perdió los papeles y le lanzó un grito destemplado: -¡Quita niña, ya has tenido lo tuyo!-. La niña lo miró y con voz firme cargada de una convicción y firmeza impropias de su edad, les soltó a todos los presentes: -Somos tres niños en casa y mis padres están en la cárcel por culpa de la denuncia de un vecino, necesito que me llenen el puchero antes de que se enfríe…… ¡por favor!…que si no está muy malo y ya no tenemos nada que quemar en casa para calentarlo…..¡por favor!-.
Los de la cola no salían de su asombro. El encargado quedó descolocado ante el alegato descarnado de aquella criatura a todas luces inocente. El guardia con la porra en la mano tensó sus nervios mientras miraba con ojos desorbitados que el gentío no se desmandase. El encargado del cazo esperaba órdenes mientras observaba a unos y a otros. El silencio se desplomó sobre la plaza de Legazpi y la niña aguantaba el tipo entendiendo que solo tenía un desenlace posible: hoy comerían TODOS caliente.
La determinación de su actitud le llevó a templar el puchero ante la olla que debía embestir. Movió el puchero lentamente sugiriendo al repartidor la trayectoria que debía imprimirle al cazo y el cazo acompañó dócilmente el movimiento una y otra vez. El encargado calló, bajando la vista, y la cola estalló en una sorda satisfacción contenida.
Ese día la niña y sus hermanos abandonados a su suerte comieron caliente, pero muchos otros días que le sucedieron....... no.
Hoy, casi siete décadas después, aquella niña, como muchos otros niños de la guerra, continúa teniendo pesadillas ancladas en una posguerra que sigue viva en su interior, aunque ya no recuerde quien decía haber ganado aquella puñetera guerra.
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