Tardaron un octavo de segundo en despegárseme los labios y de ellos entonces despuntaron huracanadas y álgidas guirnaldas de reproches, mis reclamos caraduras. Y es que la comisura de sus piernas cruzadas con relajo sencillo, hervía en mi mandíbula como afrenta profunda y en mis ojos no era más ella la que estaba… era otra, en el cuerpo de la antigua pero con el alma cambiada. Podía adivinar bajo su pantalón los trapitos interiores armados de encajes sugerentes, como los que llevaba hace mil quinientos treinta y no se cuantos días, en nuestra primera vez., en aquel motel ni tan ordinario en la Calle Carmen. Y en el tejido de sus pantaletas, seguramente celestes, seguramente verdes, estaba aún la mugre de las uñas de ese, así como en su pelo rastros de sus besos, en sus oídos sus gruñidos, en sus senos el latido de su pecho y en su interior quizá ni cerrada su caverna.
Si, supuestamente nada que reclamar, supuestamente todo bien y bien merecido por lo demás. Pero que importa lo que sea justo o no, si por corazón hay una braza que no entiende de joderla, ni de justicia, ni de equilibrio, ni de nada, porque hace tanto que no corre calma por mis venas y como máximo en la sangre llevo litros de pecados, mis sucias formas de amar, mis mentiras insolentes y un amor de mierda, malformado e hiriente, como un cuchillo mal forjado, como obsidiana mal tallada. La insulté sin insultarla, la humillé, la escupí, pude restregar un farallón de miserias en su semblante, la vi desesperarse, desnutrirse y quedarse famélica esperando un asomo de criterio de mi parte… y no lo halló.
Que pena por ella, que pena por mí, por nosotros, por todo.
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