Era una tarde perfectísima de primavera, de esas que tienen sólo las nubes necesarias para hacer el paisaje uniforme, un sol que las evita con prudencia, y una brisa con la fuerza suficiente para desplazar el aroma de la mezcla de las flores por todo el lugar.
Sentado en el banco de una plaza, un hombre miraba a su esposa e hija jugar en las hamacas, embelesado al punto de no percatarse de que alguien se había sentado a su lado.
-Admiro la expresión de su rostro, señor –señaló el extraño.
Se sobresaltó ligeramente, ya que al volverse encontró a un anciano de gesto amigable y creyó estar solo.
-¿Perdón? No lo escuché.
-Disculpe, no me he presentado. Joaquín Salerno, a su servicio -dijo ampliando aún más su sonrisa, de dientes blancos y perfectos, tal vez demasiado para tratarse de un postizo.
-Carlos Morales -respondió el hombre el saludo, todavía sorprendido.
No era muy frecuente en aquel lugar de natural tranquilidad encontrar gente que lo abordara a uno sólo para entablar conversación, aunque podía apreciarse que aquel era uno de tantos retirados con tiempo y voluntad suficientes para intentar iniciar una charla.
-Admiraba su expresión de felicidad, mi amigo. Como disfrutaba de su… ¿familia? -señaló discretamente con el dedo de la mano que apoyaba sobre un cuidado pero modesto bastón.
-Si, la pequeña es mi hija, Marisol. Tiene siete años, y es mi vida.
-Qué curioso, lo dice como si antes de que ella naciera no hubiese tenido una. Una vida, digo.
-Era muy distinto. Tal vez hasta entonces uno tiene otra clase de afectos; fraternales, amistosos, amorosos… Pero cuando ella nació, siento que se llevó una parte entera de mi ser, tal vez la mejor…
-Ah, allí está otra vez… la expresión de felicidad- ahora ambos reían.
-Oiga, no se burle. Me recuerda a cuando me divierto a costa de mi mujer porque llora en las películas románticas.
-No, si no me burlo, lo admiro de verdad, hombre. Puede considerarse realmente afortunado. Se ve muy linda y sana la niña. ¿Lo es?
-Sí, por suerte.
-Por eso lo decía; con mi edad he presenciado verdaderas tragedias familiares. Hijos con enfermedades penosas, o malformaciones…
Carlos apartó la vista de su hija. Esas palabras serenas pero firmemente pronunciadas le hacían imaginar a su pequeña lidiando con esa clase de problemas.
-Sin ir mas lejos, la semana pasada estuve con un hombre de su edad, supongo. ¿Cuántos años acusa caballero?
-Treinta y nueve.
-Bien, este muchacho no tenía más de treinta y cinco, y miraba a su hija, de unos dos o tres años mayor que la suya, con el mismo amor, con la salvedad de que ella reposaba en una silla de ruedas por tener alguna clase de parálisis en la mitad de su cuerpo, y atrofias propias de la falta de uso de algunos miembros. ¿Me creería si le digo que ese hombre aparentaba diez o quince años más que usted?
Carlos se mordió el labio inferior, recordando lo histérico que se ponía antes de cada control médico al que acompañaba a su mujer, durante el embarazo.
-¡Qué espanto!
-Verdaderamente, pero no dudo de que él quiere a su hija de la misma manera que usted. Uno quiere a sus hijos, no importa como sean… o en qué se transformen.
-No lo entiendo -dijo Carlos algo perturbado, todavía viendo a su niña en silla de ruedas.
-No hablamos sólo de problemas de salud, caballero. Ladrones, prostitutas, drogadictos… todos son hijos de alguien, y no necesariamente con los mismos hábitos. He tenido amigos que a mi juicio eran merecedores de los galardones máximos que se le pudieran dar por como los criaron, y los han tenido con estos problemas, o quizás peores.
-Oiga, que muchas de esas cuestiones sí son evitables. Estoy seguro de que con un buen diálogo…
-Por supuesto, pero… ¿podría darme la certeza de que ésa es la solución? ¿Podría evitar usted que su pequeña se transforme en una joven o mujer con problemas sólo con hablarlo? –señaló con vehemencia pero sin levantar la voz.
Carlos volvió a mirar a su niña, todavía sonriente, todavía en movimiento, pero un tanto más desdibujada. Lo atribuyó a algo de fatiga visual.
-Pues no, creo que no. Confío en que Dios no me dará ese disgusto.
-¿Pretende usted decirme que la gente cuyos hijos han caído en esa desgracia está fuera del alcance de Dios?
-No… no quise…
-Mire a su hija una vez más, señor Morales, ¿le confiaría su vida entera a Dios, o le parece que está completamente segura bajo su tutela? Si un auto la atropella o un lunático decide destazarla en trozos muy pequeños… o simplemente abusar de ella, ¿estará allí siempre que lo necesite? ¿Lo pensó antes de concebirla?
Carlos se sintió mareado, la voz de ese anciano, siempre atildada, siempre correcta, sonaba como la verdad absoluta y casi lo condenaba por la irresponsabilidad de haberla traído al mundo. Por un momento, tal vez por una fracción de segundo, se preguntó si no hubiese sido mejor no haberla concebido. Su vista se nubló en ese instante. Observó a la niña una vez más, ya como una borrosa sensación, y se vio obligado a cerrar los ojos, no supo por cuanto tiempo. Lo despertó la voz susurrante otra vez.
-¿Perdón?
El anciano señalo hacia el columpio con el mismo discreto gesto, el del dedo alzado en la mano que sostenía el bastón.
-Admiraba su expresión al contemplar a su... ¿esposa?
Carlos volvió la vista hacia las hamacas, en la que sólo había una mujer, que se mecía suavemente mientras armaba un ramo de flores silvestres, sin dejar de aspirar el perfume de cada variedad.
-Sí, es mi esposa, Sol. Ella… es mi vida.
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