Enfoque
Él tiene casi treinta años, los recuerdos grises que una esposa olvidó llevar consigo al marcharse y una casa en la playa, adonde ahora acaba de llegar. Suele huir allí cuando se siente menos vivo. Su pequeño bolso guarda una vela, algo de ropa que no vestiría, una bala y un revolver que, al cogerlo, se ilumina por un rayo de luna que le da una excitante peligrosidad. Tanto su vida como la cabaña permanecen a oscuras desde hace mucho tiempo, pero él igual prende la luz, quizás movido por alguna última esperanza, quizás sólo sea por la fuerza de aquella costumbre de encender las ampolletas cuando se llega a algún lugar de noche. Necesito un café.
Fuera de la casa, con otras desgracias, otros azotes, camina a tropiezos por la arena un muchacho pobre y mal herido, de mirada anciana, cargado de banquetes y glorias ausentes. Avanza con rumbo fijo, pero conocer el destino al que uno se encamina no es motivo de alivio, todo depende del sitio al que se debe arribar, y él tiene miedo, mucho miedo. El mar se recoge, llevándose sus pasos hacia días mejores que él aún no divisa. Cómo le duelen las noches, los callejones, las drogas y los cielos a los que lo transportaban, el alcohol que encontraba un cuerpo hastiado de más alcohol y que, al no tener más sangre que embriagar, se expulsaba por su nariz, la antigua casa sin hogar, el sol y sus rayos que nunca le alcanzaban. No le queda más remedio, todo se ha perdido, mete una mano al bolsillo y sus dedos acarician con terror aquella cortaplumas que, si sólo dependiera de él, jamás empuñaría. Pero lamentablemente el joven no está solo, arrastra consigo un montón de famélicos sueños, propios y ajenos. No quiero hacerlo, no quiero robar, sólo quiero dinero, quiero comer, quiero vivir, cómo lo hago, tengo que robar, mierda, y acaba siempre volviendo a la partida, a la triste solución, mentira que los problemas son lo peor de la cadena, el remedio a veces suele saber más amargo aún, conocido es el dicho, le salió peor el remedio que la enfermedad. Así se siente este muchacho, entre la espada y la pared, otra manera de explicarlo.
El hombre dentro de la cabaña apaga las luces, desafortunadamente, no era más que la costumbre. Coge el bolso y, mientras atraviesa el pasillo, la última lluvia inunda su corazón. Y así acaba todo, piensa. Entra en su habitación y sonríe, pero es una sonrisa nostálgica, no siempre es un momento de felicidad el que acompaña al movimiento de labios que esbozan las sonrisas, en este caso, por así decirlo, se trata de una sonrisa que es como el suspiro que libera la boca. La nostalgia se explica por el hecho de que no siempre los recuerdos se alojan en nuestras mentes, a veces se quedan atados, muy firmes de manos a los sitios en donde ha ocurrido lo que luego se recordará. Eso ocurre aquí, pues el tipo ha entrado a este cuarto y la alfombra lo sorprende, no sólo hay polvo en ella, también, y todavía, se respira el aroma de esa hermosa mujer que, al aplastarlo apasionadamente contra el piso, lo llevaba al cielo, son las magias del amor. Hay un baño en aquella recámara, y el sujeto se mete en él y cierra la puerta, pero no corre el cerrojo, así podrán entrar y hallarlo más tarde, cuando él ya no pueda encontrarse y pedir ayuda. Vacía el bolso frente a sus pies.
Aquí no hay nadie, susurra nervioso el muchacho, detenido a pocos metros de una casa a oscuras en la que, de hecho, sí hay ocupantes, sólo uno, encerrado en el baño, pero el joven aún no lo sabe. Observa en todas direcciones, girando la cabeza con movimientos bruscos, rápidos, como una gallina, no una paloma, en busca de alguien que lo sorprenda y le espante las intenciones, no las suyas, que si de él dependiera, ya andaría escapando, sólo cumple la voluntad de sus hijos que no nacerán si no tienen qué comer, cumple el deseo de su futuro que, a cada minuto que pasa, se va tornando más invisible, incorpóreo, inexistente. El joven, al corroborar, para su desgracia, que ninguna persona anda por ahí, se entrega a su mala suerte, qué otra cosa va a hacer un alma hambrienta, desesperada, con cuchillo en mano, frente a una morada sin residentes de fácil acceso. No tiene más remedio que el peor de los males. Se acerca a la puerta.
Un pequeño piso de madera, dispuesto junto al W.C, sostiene la vela, que libera una luz débil, enfermiza, como la de una pila gastada. Allí está el tipo, sentado en la tasa del baño, con todo el cuerpo oprimido, como una flor cerrada, y la boca del revolver presionándole la cabeza, los ojos muy cerrados, el ceño fruncido, sudor en la frente, el rumor de una puerta, o quizás ventana, abriéndose a la fuerza, repentina e inoportunamente, baja un brazo, baja un arma. El tipo jamás se fue de ahí, pero siente que vuelve, como al soñar que caes y caes y, justo antes de llegar a tierra, te despiertas, así regresa el hombre a la cabaña, al baño, a su cuerpo, de súbito, e inhala de repente todo el aire que vuela a su alrededor. Estuve a punto de morir, piensa, angustiado, y se sorprende de su angustia, si él mismo se llevó un revolver a las sienes, debiera enfadarse por el ruido que lo ha desconcentrado. Alguien quiere entrar a la casa.
El muchacho se interna en la penumbra de la cabaña y, muy despacio, cierra la puerta tras de sí. Ya está dentro, iniciando la ejecución de su primer delito, lo sabe y quiere huir, pero intenta tranquilizarse recordando que sólo busca realizar un sueño, que es el sueño de no querer soñar más. Rápidamente, para acabar pronto con este martirio, avanza a tientas hacia lo que parece ser la sala de estar, guiado por un rayo de luz de luna que forma un angosto camino blanco. Descubre un mueble habitado por decenas de artefactos lujosos. Para el joven, todo lo que le falta reviste tal calificativo, no es portador del talento de distinguir lo que vale la pena robar y lo que no, esa destreza la han desarrollado quienes son profesionales en esto, con la práctica, como todo en la vida. Llena desesperado los bolsillos con lo primero que ve hasta que ya no le queda espacio libre para guardar cosas.
Con el plan de autoeliminación postergado de momento, el hombre del baño está de pie, avanza hacia la puerta y, justo cuando va a girar la manilla, retrocede, como si el pomo lo hubiera quemado, es el temor por la desconocida presencia que desordena su cabaña. Justo ahora viene a ocurrir esto, piensa, los infortunios, los malos ratos, deben ocurrir durante el transcurso de la vida, así se tiene tiempo para superarlos y aprender de ellos, pero no ahora, cuando la muerte deja de ser ese horizonte incierto y lejano y se vuelve decisión. Sin darse cuenta, el individuo sólo piensa qué hacer para enfrentar su nueva preocupación, la de alguien desordenando su morada. Va buscando alguna idea, caminando en círculos alrededor del piso de madera, observa en todas direcciones, se echa el pelo hacia atrás en reiteradas oportunidades, como para dejar pensar a la mente, si eso busca, quizás sería mejor arrancarse todo el cabello, así la mente le quedaría despejada. Entre tanto intentar bajar del cielo un buen plan, el tipo olvida que más abajo hay pies que también merecen su atención, y uno de ellos impacta el piso de madera, la vela tambalea y cae, no tiene de donde agarrarse, y se estrella en el suelo. El hombre pisa con fuerza la diminuta llama y la apaga, así de potente es el miedo que inspira en nosotros el fuego, pero nada podemos reclamar, nosotros lo trajimos al mundo frotando piedras. Y, de pronto, acabado todo el alboroto, se percata de su error, todo el ruido que ha provocado su negligencia, se queda observando la puerta, abre mucho los ojos, como si acabara de ver un fantasma, y susurra, Mierda, vendrán por mí.
Vendrán por mí, piensa el muchacho, horrorizado, luego de escuchar un montón de sonidos extraños viniendo de algún lugar de la casa, después de todo había gente aquí dentro, en este momento es cuando se entera. Busca la entrada, quiere escapar de inmediato, como en realidad siempre deseó, que lo perdonen los sueños suyos y los ajenos que lo empujaban a este precipicio, pero no puede, no es capaz, mete torpemente las manos a los bolsillos y arroja todo el suelo, vuelve a quedar vacío, pobre y mal herido, pero prefiere quedarse con las derrotas, que lo importante es que son las suyas, nadie jamás se las reclamará, ninguna culpa lo sacudirá por las noches. El hombre del baño va sintiéndose más vivo, el sudor aún recorre su cuerpo, pero es un sudor diferente, movido por el miedo a salir del cuarto y enfrentar al intruso, ya no por la muerte, que ha regresado a su escondite hasta que la vida tenga un nuevo malestar, una nueva esposa que decida morir, un nuevo dolor. El hombre abandona el baño, revolver en mano, sale de la habitación, cual soldado defendiendo a su patria, y corre por el pasillo, gritando, Quién anda ahí, quién anda ahí, llega a la sala de estar, casi tropieza con algunos adornos suyos repartidos por el piso. Muy confundido, descubre la puerta principal de su cabaña abierta de par en par, allí se dirige en este instante, con el arma en alto, Fuera de aquí, exclama, con una voz más viva que nunca, pero ya no es necesario, pues el casi ladrón huye tan lejos que la vista ya no lo atrapa, el joven va en busca de esos días mejores a donde el mar se llevó sus pasos. El hombre del baño vuelve a su palacio, enciende las luces, que conste que esta vez no es por mera costumbre, esta luz sí que alumbra. Está todo sudado, por suerte trajo más ropa.
|