Esa noche los últimos dos borrachos se fueron del bar del señor Luna al igual que todos los demás en el mismo estado; de una patada y por la puerta de la cocina que daba al callejón trasero en el que se depositaba la basura. Tan estereotípico era este suceso como el funcionamiento del resto del negocio en sí. Unas veinte mesas ocupadas siempre por tipos que no tenían un lugar mejor a donde ir, ni nadie que los espere en algo parecido a un hogar, más una media docena de veteranas dispuestas a hacerlos pasar un momento casi agradable (o al menos tratando de que por unos segundos dejen de sentir la angustiante soledad a la que ninguno de ellos era ajeno), y una cantante que no había sido la misma por mas de dos o tres semanas, en parte debido a los embates del lascivo pianista, al que el Señor Luna mantenía incondicionalmente por sus bajísimos honorarios y algunas otras ventajas inconfesables. Martin en realidad era un alma solitaria más con la distinción de poseer un talento que en lugar de usar para seducir, lo hacía para extorsionar, como aquel hombre buen mozo que teniendo la posibilidad de conquistar hermosas mujeres con su aspecto elige pagarlas. La última cantante se había ido hacía unos cuatro días, exhibiendo tanta furia que en apariencia fue la causante de haberla hecho dejar atrás toda intención de reclamo de su paga atrasada. Tampoco era la primera vez que eso sucedía.
Al final de ese día en que la rutina se disfrazaba de suceso inesperado con cada variación de los mismos comportamientos patéticos de sus actuantes, apareció ella. Delgada, de aspecto sumiso y delicado, pero con aire decidido. Poseedora de una belleza que no impresionaba pero que crecía en las pupilas de los testigos de su paso con cada segundo que le dedicaran a su contemplación, como si fuese alguna clase de premio del creador por darse el tiempo necesario para hacerlo.
De todas formas no fue el caso del señor Luna, que la miró por menos de un segundo a los ojos, y luego siguió hablándole sin dejar de fijar la atención en sus cosas. Aunque hubiese terminado con toda su bendita tarea, no lo hacía por regla general, la cual no estaba enunciada en ningún lado pero todo el mundo sabía y aceptaba de todas formas. Ella dijo llamarse Julia, cantar por ser ésa su máxima vocación, y que su mayor interés era llegar al público sin importar el lugar o lo que esperen escuchar, tratando de entrar simplemente a su corazón. Luna sonrió burlonamente y masculló algo que sonaba parecido a “la gente que viene aquí deja sus corazones en la puerta” y sin agregar más le pidió que al día siguiente fuera preparada con su repertorio, el cual debía anticipar a Martin unas horas antes de la apertura.
El pianista la vio llegar y luego irse contratada y se relamió. Hacía rato que las chicas fáciles habían dejado de apetecerle, y Julia era no sólo lo opuesto en apariencia, sino que parecía tener carácter, y eso le excitaba más. Solía apostar con su jefe cuanto duraría cada postulante, pero esa vez supo que estaba frente a algo distinto, y se guardó los comentarios alusivos y desafíos perversos habituales.
Al otro día llegó puntualmente, con un vestido tan pulcro y poco sugerente, como suavemente perfumado. Martin se puso su mejor piel de cordero y trató de complacerla en todos sus requerimientos. Ella le advirtió que su repertorio era basado en temas populares pero con algunas variantes en la letra. No debía modificar la partitura pero tampoco distraerse con lo que ella cantara para que todo saliera bien.
Una hora después, el show comenzó. Julia tuvo que oír algunas groserías de gente que estaba ya ebria y de otra que usaba la duda de la posibilidad de estarlo como excusa, pero puso su mejor sonrisa, y comenzó a cantar.
El señor Luna levantó la vista sólo cuando al cabo de varios minutos, el piano sonaba como único instrumento en sus oídos. Su estupor fue grande cuando vio que Julia movía animadamente los labios, pero seguía sin poder percibir sonido alguno. Creyendo que algo le pasaba a la chica y nadie era capaz de decirlo, miró a su alrededor. Pero su auditorio nunca fue tan compasivo y le extrañó que aún no hubiese volado un botellazo al escenario. En cambio, uno de los hombres dudosamente ebrios que había soltado sus groserías minutos atrás, contemplaba embobado a la chica con los ojos húmedos. El inglés, un jugador y bebedor compulsivo que no faltaba una sola noche prácticamente desde que abrió el bar, trataba de mantener una postura de fingida dureza cuando era evidente que estaba por romper en llanto como un niño al que se le murió su mascota arrollada por un camión.
Luna creyó enloquecer, no había parroquiano en el lugar que no estuviese observando y en apariencia escuchando a Julia sin mostrar expresiones de angustia, congoja o alguna clase de sentimiento que lograra provocar esa magnitud de derramamiento de lágrimas. Pero él seguía sin poder escuchar nada, y obviamente sin conmoverse. De repente cayó en cuenta de su última esperanza, el ser más abyecto del lugar; su pianista. Por mucho tiempo después hubiese jurado alucinar, cuando vio a Martin con la cabeza hundida en el teclado en el que no sólo caían dedos pesadamente automatizados, sino gruesas gotas de un llanto que le costó reconocer. Decidió no pronunciar palabra, pero si escuchó al final numerosos elogios de su concurrencia, y agradecimientos infinitos por el descubrimiento. Todos hablaban del ángel que les había llegado al alma, y varios dejaban una propina que la pobre Julia nunca llegaría a ver, pero que al parecer tampoco le importaba.
Una noche, luego de varias semanas, Luna encaró a Martin, ya hirviendo en intrigas de porque no sólo él aparentemente no era capaz de escuchar el canto de Julia, sino de cómo era que el semental de su pianista no había intentado aún nada con ella.
-¿Qué pasa, Martin?, ¿acaso encontraste una que no te interesa? Creía que seguirías ahorrándome indemnizaciones por un tiempo más.
El pianista lo miró asombrado, tanto que él mismo se asombró a su vez.
-¿Cómo puedes preguntarme semejante cosa? Acaso… ¿no has escuchado a Julia todo este tiempo? ¿Es que… no tienes corazón?
Luna parpadeó nerviosamente. Comenzó a preguntarse que matasanos podría diagnosticarle su sordera parcial. Y sobre todo cómo evitar que alguien más se entere de su problema. Demasiado tarde, Martin acababa de notarlo.
-Es eso… ¡No puedes oírla! -estalló en una carcajada demencial-. ¡No puedes oír a Julia, lo sabía! Hombre, realmente te compadezco. Finalmente me doy cuenta de que he vivido más que tú- Siguió riendo, como un loco, mientras se iba por primera vez en mucho tiempo, sin pelearse para cobrar lo suyo.
Pasaron los meses. Varias veces intentó conversar con Julia, pero el orgullo y su temor a la evolución de esa “enfermedad” que lo carcomía se lo impidieron.
Contrariamente a lo que creía, Martin no sólo no habló con nadie más del tema, sino que se limitaba noche a noche a tocar más y mejor que nunca. Pero tampoco, por alegre que sonara el repertorio de su piano, dejaba de llorar ni una sola vez. Como también lo hacía, casi religiosamente, el total de la concurrencia.
Pasaron varios años. El Señor Luna seguía con su vida llena de rutinas en la que tenía una esposa, a la cual respetaba lo suficiente para alejarla de su negocio, pero quería lo mínimo como para considerar que debía esperarlo con las camisas planchadas y el almuerzo listo si no quería recibir una paliza. Y también tenía una amante en la que invertía una buena porción de sus ganancias para agradecer tanto afecto dispensado. Un par de veces intentó dejarla, pero se trataba de un juego al que ella respondía escandalizándose y amenazando con contarle del romance a su esposa. Esa suerte de escena de celos lo ponía de muy buen humor, sobre todo al concluir en un terrible y desenfrenado encuentro de cama.
Pero un día, Sonia, la tercera en cuestión, fue a presentarle su indeclinable renuncia. No sólo le dijo que amaba a otro hombre y que había decidido formalizar y casarse con él, sino que le ofreció presentarle a una amiga tan cariñosa como ella, para suavizar el mal trago. Allí fue donde se percató de lo terriblemente enamorado que estaba de esa mujer, y de lo poco que significaba él para ella. Era un cliente, tal vez el mejor y el más estable, pero no más que eso, al fin y al cabo. Jugó su última carta confesándole la naturaleza real de sus sentimientos, ofreciéndole su propio divorcio para que puedan pasar el resto de su vida juntos, comprarle una casa, un auto… una vida menos miserable.
Pero Sonia no quería nada de eso. Lo único que necesitaba era no verlo nunca más. Y así fue como desapareció de su mundo.
El día siguiente fue el peor en la vida de Luna. No quiso comer, no pronunció palabra en su casa, y estuvo a punto de entrar en la armería a comprar algo para terminar con su sufrimiento. No lo hizo por la sencilla razón de que no podía tan siquiera disimular sus intenciones, y era consciente de que no le venderían ni una navaja si sabían para que la necesitaba. Se sentía tan vacío y desprovisto de orgullo, que bastante tardó en caer en la cuenta de que nunca antes había sentido algo parecido al amor, y que justamente era consciente en esos instantes al haberlo perdido.
Pasó las horas como pudo; bebiendo, intentando hacer cuentas sin poder concentrarse. Evitó a Martin aunque en realidad, desde que había cambiado tanto con la llegada de la chica, poco parecían tener en común de su época de cómplices rufianes. Armó las mesas, cabeceó un saludo acompañándolo con un sonido gutural cuando llegaron las acompañantes, y se sentó tras la caja como cada noche, preguntándose si sería la última.
El piano de Martin comenzó a sonar con suavidad y cierta timidez. Aquellos acordes que solían ser automatizados e impersonales, nunca más sonaron igual de un show al otro desde aquel día. Ese pianista había sido convertido por la cantante en un artista que disfrutaba de cada nota como pocos en los bares de mala muerte como aquel.
De repente, los ojos de Julia, normalmente perdidos en un horizonte vago, se encontraron con los del señor Luna. Tal vez era la tercera o cuarta vez que coincidían, pero definitivamente esta vez el jefe no bajaría la vista. Ya no tenía nada que perder.
Sus labios se abrieron, y su canto empezó.
Y esta vez él lo escuchó.
Y lloró.
Y entendió.
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