Ella trabaja en el escritorio de adelante y yo en el del fondo por que soy su jefe. Nunca vi nada igual. Quizás porque tiene 22 años y pertenece a una generación que solo quiere provocar. El caso es que se aparece por la oficina desnuda. Yo trato de evitar mirarla pero cuando me trae alguna carpeta que necesita mi firma no puedo dejar de hacerlo detenidamente. Sus cabellos sueltos, salvajes, armonizan con esos ojos que muestran la desesperación de una tigresa en celo. Sus hombros son una incitación al beso, a la caricia. Sus pechos firmes y turgentes apenas acompañan el movimiento de su cuerpo cuando camina por el pasillo, y moran naturalmene ahí, tan blancos como perfectos. Su ombligo parece una señal que invita a bajar el recorrido de mis observaciones hacia un pubis demandante y angelical. Sus piernas parecen esculturas talladas por un artista fino y delicado. Tanto de adelante como de atrás. Porque cuando se aleja mi mirada sube por esa ruta que hace escala de lujo en sus glúteos trabajados, mullidos y duros al mismo tiempo, encantadores. Si. Porque su cola y su espalda son la manzana misma de la tentación, la instigación al pecado inevitable.
Mi secretaria, una mujer mayor, el contable y el encargado de sistemas parecen no darse cuenta de nada y la miran como si tal cosa. Yo les pregunto como la ven y ellos me dicen que bien. Que parece una muchacha sencilla de pelo recogido y anteojos de carey. Que la pollera gris, la camisa blanca, y el saquito negro le sientan de maravillas. Pero nosotros los jefes tenemos otra percepción de la realidad. Vemos mucho más allá. Yo sé positivamente, que aunque lo quiera ocultar debajo de todo ese uniforme, ella viene a la oficina, completamente desnuda.