Cuentan los ancianos que hace mucho, mucho tiempo, cerca de la costa gallega existía un pequeño pueblo. En él vivían tres familias, una de las cuales poseía una cabaña de madera sobre una roca, que se alzaba unos diez metros sobre el mar. La cabaña llevaba construída tanto tiempo, que el salitre se incrustaba en cada uno de sus huecos decorándola cristalinamente. Dicha cabaña pertenecía a una familia, madre e hijo. Ambos llevaban tantos años viviendo solos con la compañía única del otro, que se les olvidó recordar cuando empezó a ser así y de esta manera, un día, dejaron de lamentarse por el trágico accidente que sesgó su familia y se llevó a dos de sus seres más queridos. Como digo, con parte de sus vidas guardadas en un cofre sin llave, ellos, madre e hijo vivían por y para el mar. Ella era mariscadora, él era, bueno, él era aquel que observaba a su madre, día y noche, noche y día. Dicen que lo que aquel chiquillo sentía por la señora era un amor tan inmenso que ni una noche sin nubes y plagada de estrellas puede contener en su espacio infinito. Los dos se despertaban a la misma hora, a pesar de que el pequeño por su corta edad no podía acceder a las rocas ni a los lugares que las ágiles piernas de la mujer llegaban. No importa, el chico, entonces se sentaba en una roca pequeñita a la que, cuando bajaba la marea, no llegaba el mar y la miraba. Contemplaba a esa prodigiosa mujer. Ella jamás se quejó del ruido de sus tripas cuando por las noches se iban a la cama después de que el niño cenara, tampoco dijo que tenía frío cuando el gélido aire invernal y la humedad se filtraban por los huecos de sus roídos zuecos. Vivían el uno para el otro entregándose de tal forma y tan naturalmente que nunca contemplaron la posibilidad de que fuera algo anómalo, diferente, algo comentado o algo que en algún momento podría terminar. Se amaban como el océano zalamero, que mientras baja promete a la fértil orilla volver en unas horas para darse de nuevo.
Una mañana de primavera cuando las hortensias florecidas ya sobrepasaban el alféizar de la ventana de la habitación, donde el niño dormía, pudo ver el cabello de su madre ondeando al viento mientras ella se afanaba en recogerlo en un estirado moño que le permitiera mariscar. El chico decidió quedarse en la cama unos minutos, tampoco importaba porque conocía al dedillo el lugar al que sabía que ella se dirigiría. Pasaron un par de horas hasta que unos secos golpes en la puerta, que parecieron quebrarla cual cristal lo despertaron de su letargo. Unas palabras, unas lágrimas no derramadas, una carrera a las rocas, una espera, más espera, días esperando, salitre...
Las mareas llegaban para marcharse y volver igual que la luna. El pequeño envejecía prematuramente sobre su roca preferida mientras esperaba, con la mirada fija en el mar, que su madre volviera con algún percebe, nécoras o simplemente con sus encallecidas manos vacías para acariciarle el remolino de cabello oscuro.
Los viejos dicen que nadie sabe cómo, que ninguno vio de qué forma pero todos aseguran que el pequeño pasó años sobre aquel pedrusco, años en los que fue bañado por las olas y durante los cuales vio subir y bajar la marea miles de veces. Los más antiguos del pueblo cuentan que el chico fue encogiendo, se fue consumiendo de a poco y un día dejaron de verle allí. Cuando se acercaron lamentando su pérdida vieron en el lugar donde él solía sentarse a un pequeño animal de concha cónica adherido. Nadie osó tocarlo.
Hoy día, hay quien asegura que las lapas que vemos pegadas a las rocas costeras son personas, que han sufrido la pérdida de un ser querido en el mar y se sientan a esperarlo o llorarlo.
A Galicia.
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