"Pensamos que podríamos hacer algo sobre las presiones que personalmente sentimos que nos llevan a ir demasiado lejos... la presión de hacer mucho dinero, el tema del tiempo, el tiempo yéndose tan rápidamente; estructuras de poder organizadas, como la Iglesia o la política; la violencia o la agresión. Es una versión musical de ese cliché "Hoy es el primer día del resto de tu vida". Habla acerca de trabajar por metas que pueden convertirse en engaños." – explicación de Dark Side Of the Moon, Pink Floyd
Los relojes de la muerte
Tenía los ojos acuosos fijos en los hielos de su vaso de Whisky. Sonaba un tema tétrico o psicodélico de Pink Floyd por los bafles antiguos de una habitación pequeña, prolijamente ordenada con muebles rústicos. Él estaba inmóvil, con las piernas tendidas por encima de una mesa ratona y sosteniendo un cigarrillo con la mano derecha.
“ Lo nuestro es una tortura…no tiene sentido seguir así” era una frase que lo seguía atormentando, que no podía evitar volver a escucharla porque la tenía archivada en la memoria como una estrofa de canción, como esos estribillos pegadizos que están a mano en algún rincón del cerebro para darles play cuando las circunstancias lo exigen. Lo raro era que él pretendía borrar esa frase de toda contención mental; pero era demasiado fuerte, demasiado grave y significativa como para que pudiera quemarla o esfumarla. Había llegado a la conclusión que lo trivial o lo banal puede diluirse como un mero acto de magia, pero lo que tiene incidencias pesadas en la vida emocional era prácticamente imposible; “por lo menos por un largo tiempo”, pensó y se sintió aliviado adelantándose al tiempo, creyendo que en algún período no tan próximo su soledad sería agradable y hasta increíble.
Era la primera vez que sentía una puñalada en el pecho por terminar una relación. Pero ya estaba grande para esperanzarse con otra mujer, ya su edad lo ponía en limitaciones enormes y más aún con una discapacidad tan superlativa: no podía tener un hijo de sangre y eso había sido la gran causa que tuvo Dolores para agotarse, para negarse a ser su compañera del tiempo.
Jamás se había percatado de la importancia de tener un hijo; jamás se había sentido odioso e inútil por tener semejante discapacidad. No obstante terminar con Dolores fue el puntapié, el disparador de una serie de sensaciones horrorosas que lo dejaban vacío: tal como la figura que representaba echado en el sillón, con las piernas tendidas encima de la mesa ratona, los ojos acuosos inmóviles en el vaso de whisky y un cigarrillo que se consumía lentamente, mientras Waters y Gilmour lo introducían en un clima tormentoso y frágil.
Comprendió que nada es amor hasta que se lo padece y goza de forma espeluznante. Él durante el gozo, no midió la talla del sentimiento, sólo se dejó llevar por meses pasionales que lo mantuvieron vivaz y sonriente. Pero cuando lo sufrió; cuando detectó la soledad de la casa, la palpó en el hueco de su cama, en el vacío del placard, en el silencio del teléfono: comprobó que Dolores era y sería lo más fuerte de su vida.
Tuvo por un instante una energía que lo impulsó a levantarse y acudir a su agenda. Era domingo y tal vez un amigo podría estrecharle un abrazo y algunas palabras alentadoras para alivianar el peso de su pérdida, amortiguar el duelo del final de su relación.
Se puso los anteojos, buscó el teléfono de Pedro y llamó. Lo atendió su esposa y le dijo que Pedro estaba de guardia hasta la mañana del lunes. Colgó con cierto desdén, como enojado por el destino, por la confabulación de las cosas que contribuían a machacarlo en sus cuatro paredes junto a Pink Floyd y su vaso de whisky, junto al cenicero y el desamor de Dolores. Volvió a su agenda y al distinguir el nombre de Rubén llamó, pero se repitió el mismo resultado: Rubén no estaba, el teléfono sonó hasta que lo irritó escuchar el contestador automático. Revoleó el aparato contra la pared y el estruendo pareció un trueno en la calma de un domingo al atardecer. Inmediatamente después tomó su campera y salió.
Afuera llovía incesantemente. La crudeza de una noche de invierno hacía que pocos autos circularan, y generaban que él se sintiera “triste, solitario y final” en un mundo de ausentes y desaparecidos. Caminó sin parar hasta la puerta de la casa de Dolores; eran unas treinta cuadras en dirección sur. Se paró en la puerta y contempló la fachada de la casa antigua con nostalgia de despedida. A los minutos, se refregó los ojos, sacó un papel del bolsillo de la campera que decía:” Gracias por los años más lindos de mi vida, y perdón por no poder darte nada…Carlos”, y lo dejó debajo de la maseta de una rosa china, aquella que él le había regalado en el segundo aniversario de novios, y ella regaba religiosamente todos los días.
Regresó a su casa con exagerada lentitud, y aumentó el volumen de su reproductor de cd porque aún sonaban los relojes de la muerte de la canción “Time”. Bebió el Whisky de un sorbo, y extrajo un revolver 38 de su mesa de luz. Pensó en el hijo que nunca tuvo, en Dolores vestida de blanco, y comprendió que la vida de él sólo fue un pasaje trágico de sueños rotos. Le quedaba únicamente morir para verificar si en ese misterio indescifrable de la humanidad le quedaba la última posibilidad de ser feliz. Cerró los ojos, apretó las muelas con fuerza y disparó tres veces en medio del sonido agudo de los relojes de “Time” que marcaban con un tic- tac dramático la melodía fúnebre que él eligió para su despedida.
“Cada año se hace más corto,
nunca pareces encontrar tiempo
Planes que se quedan en nada o en media página de líneas garabateadas
Esperando en silenciosa desesperacion
a la manera inglesa
El tiempo se ha acabado,
la canción se ha terminado,
pensaba que diría algo más” Time, Pink Floyd.
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