La calle se presenta naranja en su mayoría. Las hojas se habían quedado en los árboles todo ese otoño y el semáforo seguía en rojo. La gente andaba impuntual pero con la hora adelantada y Blas. Camina por ahí sin saber, conocer ni anhelar; Blas camina por andar, para no quedarse quieto y no llevarle la contra a la rotación, gravedad ni a la tempestad.
Por ahí hace un calentito.
Diecinueve centímetros abajo de Blas.
-¿Señor?
Blas oye una voz muy fina. Mira hacía abajo con el ceño fruncido y el bigote retorcido.
-Señor, ¿tiene usted una hija?
Blas: ¿Cuál es tu nombre pequeña?
-Eso va a depender de su hija.
B: ¿y por qué estás tan interesado en mi hija?
Blas se da cuenta –además de que no tiene hijas- que la pobre, sólo tiene un ojo de botón, un brazo mordido, y tres fracturas en la pierna.
B: Ya veo, pero no puedo hacer nada por ti, aunque no lo creas, no tengo hijas ni pienso tenerlas.
-pero entonces no necesito de alguna hija, tú me pareces una excelente persona, ¿me cuidarías?
B: No tengo experiencia (sin ánimos de seguir discutiendo)
-Mira, es fácil, yo te puedo ayudar. Lo primero que tienes que hacer es mirarme y elegir un nombre.
Blas comienza a caminar alrededor y la mira fijamente, como queriendo entrar en el juego.
B: Ya, Rafaela.
Rafaela: ¿Rafaela? (lo piensa) Sí, me gusta. Gracias.
B: ¿Y ahora qué?
R: No hay más instrucciones, puedes hacer lo que quieras conmigo.
Blas la sostiene desde el vientre, en su hocico. Camina, y mientras lo hace van cayendo hilitos de saliva que adornan los quejumbrosos pastos de las veredas. Las hojas comienzan a caer, el semáforo cambia a verde y la gente anda sin saber, conocer ni anhelar; para Blas. Reconoce caminando, un profundo olor a hogar. Tumba a Rafaela sobre la hierba y cava un hoyo hasta enterrarla.
En meses Blas no pudo dormir, y todavía no sabe por qué.
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