El torturador cayó abatido por su propio corazón. Hacía años que el hombre, un tipo obeso, tosco y de mirada huidiza, transitaba los pocos pasos que le permitía la estrecha celda en que se hallaba confinado para pagar sus culpas. Culpas que nunca reconoció del todo. Todo, sin embargo, lo condenaba. Y condenado, era un ser gris que entenebrecía el entorno con su pasado oscuro.
Derrumbado, exánime, con una expresión de angustia en su rostro -como terminó cada una de sus víctimas- dejó de ser un reo para trasformarse en una anécdota tanatológica. La prensa destacó con grandes titulares su triste fin. Algunos, declararon que era una lástima que la muerte lo hubiese liberado de la condena, otros, filosofaron sobre las contradicciones de la existencia. Las estadísticas de sus crímenes llenaron páginas y páginas y las imágenes rescataron a los mártires que el torturador había aniquilado y que ahora regresaban para refrescar su calvario.
Nadie celebró su muerte, en el aire flotaba un tufo agrio con olor a frustración. La muerte arrasa con sus elegidos y pone a prueba la lógica de los que se quedan vivos.
Lo esperaba una tumba abierta en medio de un pabellón abarrotado de cruces, nombres y fechas. Arrastrado a duras penas por un panteonero, era precedido por dos guardias y una autoridad que en ese momento perdía todo sentido. Llovía, aún para ese torturador cayeron lágrimas desde las alturas. Nadie más lo acompañó, no hubo rezos, ni epitafios, sólo una ráfaga de viento, acaso un padre nuestro que un alma misericordiosa le enviaba para arropar sus culpas.
Allí se quedó, mudo e inidentificable. Sólo un túmulo que rompía la uniforme planicie de almas en silencio. Nadie dijo nada, los funcionarios se alejaron raudos, como quien timbra un documento y regresa a sus menesteres. La vida aguardaba tras aquellos lejanos muros y después de todo, atemoriza inaugurar el reposo de un torturador. Eso, si es que éste alguna vez logra descansar en paz…
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