Nuevo amanecer
Un gallo de amanecida
Abre las alas y canta
Entre penumbra y rocío
La esperanza se levanta
(Richard Rojas)
—“Cuando ustedes no aceptaron lo que les ofrecieron los señores administradores, en ese momento decidieron su vida”.
El capitán recorre el andén de norte a sur y viceversa. Manipula su bastón de mando golpeando sus botas. Su rostro está enrojecido por la rabia que le da el no haber sido obedecido por los mineros.
“Ustedes no merecen estar sobre está tierra. Ustedes con su actitud han pisoteado este suelo sagrado. Este desierto que fue regado con la sangre de centenares de soldados que dieron su vida por la patria”.
El oficial está exaltado, hincha su pecho como un pavo, se mueve, gesticula. Sus soldados se ven ansiosos. Algunos por enfrentarse ante la disyuntiva de usar el arma y matar, otros impactados por las palabras del capitán, arenga que les penetra sus conciencias. En algunos conscriptos se ve dolor ya que sus padres son obreros como los que están en el cerco. Muchos en la misma pampa y en otros lugares del país.
“Alguien que alguna vez fue soldado conscripto, los tiene engañados, ese engaño les ha llevado a ustedes a esta huelga. Ese individuo les ha traído sólo palabras hueras, son las mismas palabras de aquellos que habiendo nacido en Chile se han vendido al oro del Perú, ustedes acatan las palabras de ese vendepatria que ni siquiera vale la pena mencionar su nombre”.
Gómez y Viera están en la puerta de la estación. Piensan en el desenlace, están convencidos que luego de las palabras del oficial, los obreros agacharán el moño y regresarán a trabajar.
En medio de la perorata, el teniente se acerca al capitán y le comunica que no se encontró armas en ninguna de las casas. Dieciocho hombres se opusieron al allanamiento fueron tratados de acuerdo a la orden. Es decir, dieciocho mineros recibieron culatazos y patadas.
No le comunicó el teniente, que si bien no se encontró armas, los soldados requisaron dinero y algunas joyas de oro que había en las casas.
“Ideas foráneas les ha metido ese individuo en vuestras cabezas y ustedes le han seguido como mansos corderos, les ha hecho paralizar la producción, pero eso se ha de terminar hoy. Por la sangre derramada, ustedes han de regresar a trabajar. Los señores Gómez y Viera serán magnánimos y no echarán a ninguno de ustedes”.
Alamiro mira al capitán, sabe que habla de él y que el oficial juega a ganar la mente de los trabajadores para colocarlos en su contra. Sabe que el militar algo hará en su contra. Otros piensan lo mismo. Mariana se ha ido a colocar a su lado y le toma la mano. Ernesto, Pancho, Atanasio, Gustavo, Inti y Luciano rodean a los dos jóvenes.
“¿Y si los que traicionan a la patria, o sea ustedes, no merecen pisar esta tierra. En dónde deben de estar? Simplemente en una fosa muy profunda y allí los tiraremos luego de que termine”
Estela, vestida de riguroso negro, sube por un costado del andén y se ubica al lado de Gómez, le mira con unos ojos que no dejan dudas de su contrariedad, habla al oído del Administrador, Este no le presta atención. Ella ve a Ernesto que está con Alamiro y entiende que está allí para defender a su dirigente y que colocará su cuerpo delante de Alamiro con el fin de salvarle la vida. Para ella es desconocida esa fidelidad que es capaz de dar la vida antes de traicionar. Mira con angustia a Tito. Y si grande es su angustia, mayor es el odio con que mira a su marido. Para el capitán sólo tiene desprecio.
La compañía en su último cable me ordena que acabe esta huelga –medita Viera mientras mira el desarrollo de la situación- esta gente tiene la misma actitud que mostraron los que estaban en la Escuela Santa María. Si el capitán ordena fuego, morirán, con ello se acabará la huelga, pero habrá que contratar nuevos trabajadores, lo que retardará la puesta en marcha de la producción y no se cumplirán los plazos del contrato. La quiebra será inevitable, parte importante de mis honorarios vienen de esta compañía, al final también saldré perjudicado.
Los trabajadores corren la voz de que han sido robados por los soldados, que rompieron muchos muebles, que maltrataron a varios. Hay rabia en sus rostros, escuchan al que puede llegar a ser su verdugo pero no le prestan demasiada atención.
“Cuando termine de hablar les daré diez minutos para que vayan, se coloquen ropa de trabajo y partan a sus frentes de trabajo, si no obedecen mi orden, recibirán el trato merecido”
Alamiro mira a su Mariana y acaricia el vientre de la joven.
—¡Ganaremos amor, ganaremos! Este huevón habla mucho, sus palabras están vacías, se siente actor principal de ese monólogo y ni siquiera convence a sus soldados.
“Muchos de ustedes escondieron las armas que tienen, con las que nos atacarían arteramente, así actúan todos estos rojos malditos, pero nosotros ¡Soldados de la patria! Les conocemos, sus dirigentes son pagados por otros países, son todos ustedes antipatriotas y no merecen vivir, así qué. ¡O trabajan o se mueren!
—¡Capitán! –Una fuerte voz sale desde el grupo de mineros que protege a Alamiro - Usted nos habla de Patria, nos repite una y otra vez que, este “es suelo sagrado” regado por la sangre y el sudor de miles de soldados, pero nosotros, mineros, la regamos a diario con nuestro sudor que es producido por el trabajo que realizamos. ¡Señor capitán! Hace tres décadas caminé este desierto casi completo. Corrí y combatí por la patria de la cual usted nos habla. ¡Yo señor, fui soldado en esa guerra! ¿Puede usted decir lo mismo, o sólo nos habla con palabras aprendidas en alguna ordenanza? Pedimos lo justo, ya lo dijo nuestro presidente, queremos lo que es de justicia tener.
—¡Comandante! –Otro minero se adelanta para hablar- Nos han allanado nuestras casas y se nota que ustedes no han cambiado en nada. Sus soldados, estos soldados que usted comanda, nos han robado lo poco de valor que tenemos, tal como lo hicimos en la campaña del Perú.
Lo mismo que mi compañero Gustavo en este desierto combatí, fui infante y estuve entre los que tomamos el Morro de Arica, llegué hasta Lima. Usted capitán que nos habla de esta tierra sagrada ¿Ha combatido alguna vez?
El capitán, camina de un lado a otro, está ofuscado ya que la situación se le escapa de control.
—¡Señor! A mí los soldados que usted comanda me robaron mis medallas. ¡Ese cabo que está allí! –indica a un comandante de línea- me robó mis condecoraciones –Quien habla es uno de los mecánicos. El acusado trata de esconder su rostro a la mirada del capitán-.
Sí señor. Me ha robado las condecoraciones que, son medallas al valor por haber combatido en la guerra de la que nos habla usted, pero, eso no es algo que importe mucho ya. Acá en la pampa me he encontrado con compañeros peruanos y bolivianos que también combatieron. Ellos ni nosotros hemos ganado gran cosa ya que se nos explota por igual, pero, Capitán, ya que usted habla de la sangre que regó este desierto, le diré que cargo con otra condecoración pegada a mí. –Toma su camisa y la rompe, quedando a la vista una cicatriz que le cruza el pecho en diagonal, mira a los ojos al oficial- más de setenta puntos hay en esta cicatriz, durante meses estuve tirado en un hospital de campaña, así que puedo a usted decirle que ¡Mi sangre si regó este desierto y. Señor, que el ladrón me devuelva mis medallas!
Alamiro, baja la cabeza y dice a los que lo acompañan.
—Este imbécil perdió la guerra, ahora puede ser más peligroso.
Juvencio también piensa lo mismo y corre la voz.
—Hay que proteger a Alamiro.
Al círculo que rodea Alamiro se suma un segundo círculo y luego un tercero, al final el presidente queda en el centro.
—¿Y ustedes no van ha hacer nada? –pregunta Estela a Gómez y Viera-
—¡NO! –Dice Gómez
—Ya veremos, Estela –asegura Viera.
—Esto se le arrancó de las manos a ese estúpido petimetre, ahora es una fiera herida, ¡hagan algo luego!
—¡Teniente, revise al cabo!
—A su orden. –el teniente se acerca al cabo, de uno de sus bolsillos aparecen tres medallas, que se las lleva al capitán-
—Ese cabo queda arrestado y así llegará al cuartel, teniente, regrese esas condecoraciones a su dueño.
Señores, a partir de este instante comienzan a correr los diez minutos para el regreso a las faenas.
—¡Que nadie se mueva de acá! –la voz nace desde el centro y recorre a todos los mineros y familia, pasan los minutos nadie se mueve, el rojo del rostro del capitán se ha tornado violeta.
—Ustedes han decidido su destino. ¡Regimiento cargar las ametralladoras! ¡Soldados firmes!
¡Alamiro Araya y los otros dos cabecillas al frente!
Con el silencio que se ha producido, se oye claramente el accionar de la tropa.
—Cuan equivocado está usted señor –Alamiro habla con voz tranquila, serena, y mucha convicción- Yo, nosotros, solo recibimos lo que se nos paga por el trabajo que realizamos, y ese salario es poco, demasiado poco. Usted podrá ordenar se nos asesine, pero, ¿podrá detener a los obreros que acá y en otras partes del país se levanten en busca de mejores condiciones de vida? Por todo el país, en toda esta pampa los obreros se levantarán en contra de los patrones que nos explotan, harán cambiar la historia de nuestra patria, puede fusilarme, pero va a ver usted como muchos más se alzarán. ¡No señor, nada ni nadie nos detendrá!
—Insolente, le fusilaré en primer lugar.
Un silencio absoluto recibe las palabras del capitán. Mariana comienza a acercarse a su amor.
—Soy la mujer de Alamiro Araya y usted tendrá que asesinarnos juntos a nosotros tres, ya que en mi vientre cargo a un hijo de este hombre que es el presidente de este lugar.
En seguida caminó hacia Alamiro, Clotilde, quien camina al lado de su marido, que da tres pasos y descansa para tomar aire.
—Mi marido ha dado sus pulmones por esta oficina, preferimos nos mate de un balazo a morir de hambre.
—¡Soldados cargar y asegurar los fusiles!
Varios matasapos y herramienteros corren a colocarse delante de Alamiro.
—¿Y estos cabros chicos que hacen?
—Para algunas cosas quieren vernos como cabros chicos -dice Juancito- pero, así chicos como nos ve usted, tenemos que trabajar igual que nuestros mayores. Alamiro Araya nos ha tratado como un igual, nos ha respetado, nos ha educado, hemos aprendido a leer y hoy sabemos lo que es la dignidad, correremos su misma suerte.
—¡Soldados, quitar seguros!
El capitán está jugando dos juegos –piensa el sargento Sanhueza- aún no me ordena a entregar munición a los soldados, el que lo haga es sólo cuestión de tiempo, está golpeado por las palabras de los hombres. No entiende a esta gente. Y ese cabo gueón que robó las medallas, eso descolocó al capitán, por el dinero robado no dirá nada, pero, las condecoraciones, eso es otra cosa, pobre cabo.
—Fernando, acompáñeme –dice Viera al oído de Gómez, ambos entran al interior de la estación, Estela se les une- ¿Qué vamos ha hacer?
—Se asustarán cuando ordene disparar contra Alamiro, le darán la espalda.
—¡Y si no le dan la espalda? Fernando, ya te decía que tengo plenos poderes para resolver. Esto no da para más. Hay que producir ya, si se produce un baleo los muertos serán muchos, no podremos reponer a muertos, heridos y presos en un par de días, por lo que digo que llames a ese Araya y tal como dice Estela le ofreces un diez por ciento y serás tú quien resuelva el conflicto. Si no lo haces tú, lo haré yo.
—Fernando, por amor a Dios escucha al abogado. –Dice Estela.
—Viera. ¿Tú respondes ante los socios de Londres?
—Sí, yo.
—Les escucharé, llamaré al capitán.
Gómez se acerca al oficial y le pide en voz baja que le acompañe un segundo.
—Comandante, hemos conversado y surge una nueva idea que es la de ofrecer a esta gente un par de puntos de reajuste, pensamos que van acceder.
El capitán respira aliviado, si bien está dispuesto a fusilar a Araya y otros, prefiere la salida que le dan. Sale al andén y grita.
—¡Alamiro Araya, suba al andén!
Sorpresa en Alamiro, mira los suyos y sube hasta donde está el oficial. Los hombres y mujeres que le han protegido comienzan a seguirlo.
—¡Sólo Araya y nadie más. Sargento contenga a esta gente!
El capitán le conduce al interior, allí se encuentran con los tres dueños. Araya mira uno a uno, al llegar a Estela ve en ella signos de calma, algo le dice que ha ganado la batalla.
—Araya –dice Gómez- no deseo, no queremos que nada malo ocurra acá y si no resolvemos esto por la buena, será muy grave la solución, ustedes se están suicidando.
—Don Fernando, no entiendo para que me han llamado, quiero regresar con los míos.
—Hemos conversado con Londres –sigue hablando Gómez- les ofrecemos un diez por ciento de reajuste.
El presidente respira hondo y piensa que han ganado, aún cuando le encarcelen, sus compañeros han triunfado.
—Las otras cosas se mantienen.
—Sí. –dice el capitán.
—Debo consultarlo con la gente.
—Nada de consultas señor, usted es el cabecilla, por lo tanto, asuma su responsabilidad.
—Yo acepto, pero necesitamos un documento escrito en el cual se establezcan los compromisos firmados por la compañía y nosotros Y solicito al comandante que también lo rubrique como garante de esos acuerdos.
—Señor abogado ¿Cuánto tarda en redactar ese documento? –pregunta el capitán.
—A las cinco de la tarde estará listo.
—Bien a esa hora nos reunimos para revisar y firmar –Dice el comandante- Alamiro hable a la gente y diga que llega a su fin la huelga. Tiene un minuto.
Salen los cinco al andén. Tito mira a Estela, esta mira hacia donde está el hombre, Ernesto percibe que en los ojos de la mujer hay alivio.
—¡Regimiento, descansen arm!
A los huelguistas y sus familias el señor Araya les hablará.
—Compañeras y compañeros, se me ha hecho un ofrecimiento y he tenido que tener que tomar la determinación sin consultar como ha sido mi costumbre, he asumido la responsabilidad y les pido su comprensión. Don Fernando Gómez nos hace una oferta de un reajuste de salarios y tratos de un diez por ciento, manteniendo todas las cosas ya ofrecidas. Frente a la disyuntiva de una desgracia mayor para la población, he aceptado. A las cinco de la tarde nos reuniremos las tres partes: la compañía, el comandante y nosotros para firmar el documento de conciliación, una vez firmado ese documento, veremos cuando comenzamos a trabajar. Por lo tanto puedo decir que la huelga concluye hoy.
Un fuerte aplauso sale desde los trabajadores.
—Sargento, retire a los soldados.
Curiche
Julio 5, 2007
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