Camino cabizbajo junto al río escuchando el oleaje producido por el murmullo del tumulto que viaja a contracorriente. Acabo de despedirme aquella de quien estuve enamorado durante años y estoy sintiéndome invadio por un sentimiento que creía haber olvidado. Cruzo el puente a cortos pasos, lentamente, y empiezo a pensar que las cosas van últimamente mal y necesito reflexionar a fondo sobre el sentido que quiero ver en todo. No quiero volver a casa. Súbitamente cambio la dirección de mis pasos, voy por otro camino a sentarme en los miradores que hay bajo el puente en una calle perdida. Cruzo el callejón y encuentro la pequeña banqueta que sobresale a modo de muelle y flota en el aire por encima del agua. Está empezando a caer la tarde y las nubes tornan naranjas. Es bello, pero toda imagen se nubla ante mis ojos con la imagen de una princesa perdida. Mi corzón se tranquiliza a pesar del peso en esta soledad silenciosa. Saco los avíos que guardo en un bolsito, tabaco, papel, y un trocito de hachís que reservaba para un momento especial. Éste lo es, pero no al modo en el que prentendia. Preparo el canuto mientras oscurece; sigo pensando en ella, en si debería confesarle lo que siento. No debería. Fumo mirando la luna, quisiera verla con ella. Entonces es cuando a lo lejos empiezo a escuchar unas suaves notas procentes de una armónica. Busco de donde procede, el bluesman nocturno esta sobre el puente, cierro los ojos y escucho como su alma se filtra por los huecos de viento del metálico instrumento. Esa es su música, ese es su dolor. Una frase sale de mis labios; "sin dolor no hay blues".
Apuro la chusta disfrutando de sus últimos acordes. Me levanto y echo a andar, he decidido guardar su recuerdo.
Ahora vuelvo a casa con una sonrisa.
Gracias Bluesman.