Sileno
En los límites del tiempo oscuro de los siglos anteriores a Cristo, existió un gran sabio asceta que miraba continuamente el nacer del sol desde su templo hindú. Adorador del buda y de las reflexiones de los brahmas, hacia florecer las doctrinas más panegíricas y también rebatía muchas otras que, para él, le eran incongruentes. El sabio recibía continuamente las visitas de alumnos y seres con tercas glosas que deseaban poseer de alguna manera estas doctrinas magnificas producidas y criadas por el sabio. Se juntaban hombres, bárbaros arrepentidos, asesinos, sabios, pescadores y hasta animales, todas las personas amancebaban su curiosidad con la sabiduría del sabio. Continuamente le ofrecían peces y mostaza que les eran obsequiados por sus discípulos en muestra de alabanza y gratitud por su fabulosa sabiduría. Fue un hombre que sabía de todo y esa misma sabiduría hacia fulgurar su propio rostro.
Cierto día, el sabio encontró a un fauno merodeando por los alrededores de su templo, al verlo curiosear tímidamente, éste le invito a que pasara a escucharlo. El fauno admirado por la petición se abrió paso entre todos los discípulos y se paro sin descaro frente al sabio. El sabio le dio su nombre y el pequeño sileno el suyo. El sabio le pregunto cual era el motivo de su curiosidad por su templo y que hacia un triste fauno lejos del bosque. El fauno le dijo que había escuchado en los bosques acerca de él y de su doctrina y que venia para convertirse en discípulo suyo. El sabio afirmó con la cabeza y lo invitó a tomar asiento con una sonrisa mágica, sin embargo, antes de que el sabio le enseñara alguna doctrina, el viejo fauno le dijo si sería posible que le enseñara su sabiduría. El sabio atónito le dijo que era obvio, y que le diría su primera doctrina. Cuando el sabio le develo sus pensamientos el fauno le volvió a recalcar “¡enséñame tu saber!”. El sabio desesperado y fastidiado le volvió a repetir su pensamiento más hondo para lo que el fauno le recalco una ves más: “¡Enséñame tu saber!”
“Pero triste fauno -le dijo al fin el sabio- porque rechazas mis doctrinas si es el conjunto y la esencia de mi saber”
“¿La esencia? -pregunto el viejo fauno- te digo que me enseñes tu saber y me enseñas formas etéreas, ¡pues me enseñas palabras no pensamientos!, ¿Cual es la esencia de tu doctrina?, ¿tus pensamientos dices? ¡Va! simple hombre tardo, no sabes escuchar ni hablar, si todas las cosas se transformaran en humo nos daríamos cuenta de todo, sin embargo no se puede transformar tu sabiduría en aquel humo que todos puedan aspirar. Aprende esto triste hombre sapiencial: ¡nunca podrás enseñarme tu profunda esencia sabia en una comprimida doctrina atomizada en conceptos!”.
Al decir esto, el viejo guardián del bosque se marcho deprimido de no adquirir sabiduría alguna del sabio, pensaba en el falso rumor que le habían musitado algunas ninfas acerca de un “sabio que enseñaba su sabiduría”.
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