El paisaje lo abrumaba, lo sorprendía en cada recodo de la carretera, ¡y qué carreteras!:asfaltadas y relucientes casi como el azabache y vestidas con la pintura blanquísima de una señalización horizontal que procesionaba ante sus ojos con la misma rapidez que la velocidad constante que el cuentakilómetros del utilitario en que viajaba con sus padres y su tío paterno se empeñaba en reflejar.
Robles recios y enhiestos, hayas de noble porte y estilizado fuste, tupidos helechos bañados en bruma y rocío tapizaban las laderas suaves, extensas e indómitas de unos montes que la mente infantil de Julio imaginaba ser los hermanos mayores y protectores de esas otras colinas más humildes y pobres habitadas por encinas, pincarrascos, jaras y romero del Sur que lo alumbró. Aquí y allá en las montañas observaba con grandes ojos las viviendas diseminadas cuyos tejados, inverosímilmente extensos e inclinados a la vista del chico, semejaban grandes sombreros protectores al uso de hidalgos caballeros.
-Les llaman caseríos- dijo el padre-. Son lo más parecido a nuestros cortijos. También advirtió Julio la presencia constante en aquel verde manto vegetal que apenas abarcaba su mirada, de unos rollos enormes de hierba que adquirían una tonalidad parduzca y que con la progresión del ocaso llegaban a vestir un color oro iridiscente. Julio se regocijaba pensando e imaginando gigantescos caracoles que reposaban al sol poniente tras haber pasado todo el día en una lentísima carrera a ninguna parte.
-Son rulos de heno, hijo. Sirven para alimentar al ganado. ¿Recuerdas los almiares que recogen la mies de la siega durante el verano en Andalucía y que alimentan las recuas de caballerizas?
¡Y qué decir de esas ovejas y carneros de largo manto lanudo que cubría hasta las pezuñas! Aquellos paisajes tan sorprendentes, en los que abundaban realidades que Julio nunca había sospechado, tenían que ser mágicos.
El primer contacto con esa magia la tuvo el niño un centernar de kilómetros más atrás, cuando un panel informativo de carreteras le susurró desde el arcén: NAFARROA / NAVARRA.
Fue el primer contacto del chico con el euskera.
El largo viaje llegaba a su final. Irurita, un pueblito localizado en el profundo Valle de Elizondo, era su destino: el de él, el de sus padres y el de su tío paterno. La noche veraniega ya era cerrada y, para sorpresa de Julio, la temperatura exterior era muy templada, por no decir fresquita.
-¡Con el calor que estarán pasando ahora en Córdoba!- pensó Julio- ¡Y qué tranquila es la aldea!
Las luces plateadas de las farolas iluminaban bellamente las callejuelas empedradas con guijarros bien dispuestos y lascas de una piedra grisácea que embellecían aún más la senda po la que caminaba. No anduvieron más de ochenta metros antes de encontrar una hermosa y noble casona levantada sobre imponentes piedras sillares.
-Mirad- dijo el padre de Julio-. Ésta es la casa rural donde vamos a pasar las mejores vacaciones que hayamos tenido en muchos años, ¿no os parece?
El chico levantó la cabeza y dirigió su mirada al enorme blasón que coronaba el dintel pétreo de una magnífica puerta sustentada en jambas que desafiaban el paso del tiempo y de las inclemencias meteorológicas. ¡Qué soberbios hacedores de piedra los hombres rocosos de aquella tierra que con fuerza en las manos y tesón en el corazón domesticaban la más dura materia que la naturaleza les ofrecía! Cuando hubo accedido al interior de la viviedna a través del umbral, los crujidos de las pisadas propias y los de su familia hicieron que Julio mirase hacia el suelo: sorprendido observó un piso de largos y gruesos tablones de obscura madera de roble; jamás había visto un suelo así, él que siempre había pisado pavimentos de cemento, baldosas o terrazo. Ahora bien, su curiosidad innata lo llevó a deducir que sí había elementos comunes muy evidentes entre las construcciones del Norte y las del Sur: robustas vigas, fuertes soleras sostenían la fábrica de los altos techos de las diferentes piezas de la vivienda. No supo bien cómo, pero Julio trajo a su memoria instantáneamente la imagen de sus abuelos en el cortijo sentados a la lumbre en la que unas trébedes abrazaban un puchero de garbanzos, mientras Papa Juan removía las ascuas de la leña y con unas tenazas se alcanzaba un tizón con el que encendía el penúltimo cigarro que acababa de liar.
El día siguiente amaneció bajo un espléndido sol. Salió Julio al jardín posterior de la casona y sus ojos se asombraron de nuevo ante las abigarradas tonalidades de color verde de las múltiples plantas que frondosamente allí crecían. Un buen rato estuvo el niño sin perder detalle alguno, asimismo, de los altos tejados de su casona y de las casas colindantes, porque a Julio su imaginacion le hizo ver gigantescos caparazones de tortuga formados por pequeñas escamas negras cubriendo todas aquellas viviendas de modo amenazante: poco a poco su mente infantil se acomodó amablemente a la visión rutinaria de los tejados de plaquetas de pizarra unidas por alcayatas, aquel mismo tipo de pizarra que la noche anterior había hollado por la senda empedrada.
Todo le deparaba novedades, pero la mayor se produjo el día en que su madre le envió a la panadería sita al cabo de la calle. Al pequeño despacho daba acceso una puerta de madera tachonada en hierro. Julio percibió inmediatamente el cálido y dulce olor de las hogazas y se dirigió al mostrador, también de madera, tras el cual un hombretón de rostro redondo y bondadoso atendía a tres parroquianos que charlaban animadamente con él. Cuando Julio iba a saludarlos, oyó parte de la conversación que los vecinos mantenían pero, con gran asombro, se dio cuenta de que no comprendía nada. El panadero advirtió la presencia del chico y le dijo alegremente:
-Kaixo!, mutila. Zer nahi duzu? Ogia?
Como vio que el niño no contestaba y lo miraba con grandes ojos sorprendidos, el hombretón le dijo divertido:
¡Hola!, chaval. Tú no eres de aquí, ¿verdad?
-No señor, buenos días. Quería una barra de pan -balbució Julio-.
Fue decir esto y reparó el chico en otro zagal que se aproximaba al panadero desde el lugar en que se encontraba el horno. Era más o menos de su misma edad y, también como Julio, apenas sobrepasaba el mostrador con sus ojos. De nuevo oyó cómo el zagal se dirigía al tahonero en aquella lengua desconocida, hermosa y sonora mientras le miraba a él.
-Mi hijo va esta tarde al monte, al baserri del aitona... al caserío de su abuelo. ¿Quieres ir con él?- dijo el hombretón con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Cómo te llamas?- preguntó Julio.
-Antton- contestó el nuevo amigo.
-An... ¿qué?- trastabilló Julio.
-Antxon- intervino el padre, divertido y amable. Dilo así, te resultará más fácil.
Julio y Antton, Antton y Julio comenzaron aquel día, aquella tarde, a compartir una misma realidad muy conocida para uno, desconocida para el otro, pero en ambos casos admirable y maravillosa.
Han pasado treinta y dos años, la vieja amistad perdura y también el conocimiento mutuo: Antton fue al Sur en múltiples ocasiones y es un enamorado de esa tierra, tanto como Julio lo es del Norte. En verdad, como dijo su padre, aquéllas habrían de ser las mejores vacaciones en muchos años. |