La mujer lo injurió, cierto día, por un motivo estúpido. Él nunca la perdonó y le pagó con la misma moneda; le parecía mendaz, soez, baja; a todos les creaba una imagen infame acerca de la mujer. Ella, por su parte, redobló las agresiones. Guerra total. A diario se cruzaban agravios por cualquier tontería. La vida de ambos se convirtió en un verdadero infierno hasta que se acabó. Se murieron, primero ella, y él años después. En el Cielo, no obstante el odio en su espíritu, le dieron la última oportunidad al hombre. Un alguacil de la justicia divina le mostró a la mujer, rebosante de felicidad entre varias jóvenes a las que acariciaba. Él no podía creerlo. Su enemiga mortal, la que tanta amargura destiló a su existencia, estaba ahí, gozando desde tiempo ha la dicha de los bienaventurados. No era justo. La justicia, por cierto, se le dio en bandeja de plata. El alguacil celestial le informó que tal sería también su destino si finalmente la perdonaba. El hombre la miró de nuevo. No, no era justa la felicidad de la mujer. ¿Cuál era la alternativa? El alguacil celeste sacó un látigo. Por tus pecados, le dijo al hombre, tu castigo será permanecer durante toda tu vida al lado de ella, azotándola con este látigo; cada latigazo, te advierto, le dará a tu espalda la mitad del dolor que le inflijas. Si la perdonas, en cambio, tú y ella serán felices por siempre, sin volver a verse jamás. Medita bien, hombre, tu respuesta, que de ella depende tu destino. El hombre tomó el látigo, sopesó su decisión unos instantes; finalmente, tras mirar una vez más la alegría desbordada de la mujer, sonrió con beatitud y se abalanzó a flagelar a su enemiga. |