A saltos, el marido cornudo subió las escaleras rumbo a la recámara nupcial cuando las malas lenguas lo enteraron de la infidelidad de su esposa. Ahí, en el lecho conyugal, encontró a la infiel cubriéndose el pecho desnudo con las sábanas y alcanzó a mirar la subrepticia con que alguien entrecerraba una de las puertas del ropero. El cornudo se acercó para abrirlo. Dentro, un hombre menudo y parcialmente calvo lo miró con sentimientos encontrados. Risa, vergüenza, miedo. Salga de inmediato, le ordenó el cornudo. Cuando el menudo amante salió del ropero, el marido cornudo pudo ver que al fondo se ocultaban otros dos. Les ordenó que salieran, que salieran todos los que se escondían dentro del ropero. Uno a uno, fueron saliendo todos los hombres del pueblo, avergonzados; no obstante, sonriendo cínicamente. Al día siguiente, el cornudo tomaba cerveza en la cantina, muy tranquilamente, alejado de todos. Mostraba tanta entereza, que alguien no pudo resistir la curiosidad de preguntarle cuál era el motivo de su complacencia si su esposa lo engañaba con todos los hombres del pueblo. El cornudo respondió: Si todos la han tenido, a ninguno le pertenece; si ya la han tenido, nadie la desea ahora. Todos quedaron sorprendidos por el implacable estoicismo del cornudo. Una semana después, un fuereño llegó al pueblo. |