Alguna vez un acertado médico me recomendó una estancia, ni muy corta ni muy larga, en un hospital para mantenerme a salvo de mí mismo. Aproveché la sugerencia como una oportunidad para otorgarme un merecido descanso, para conocer a personas diferentes con algo interesante que contar. Las primeras semanas fueron de lo más deliciosas, conocí un par de mujeres fascinantes y en aras de su honra entablé ardua riña con un tipejo que trató de ahorcarme y recibió su merecido. Sin embargo, el tedio, fiel a su costumbre, empezó a instalarse en el rabo de las horas, hasta que coronó cada día. Así que un buen amanecer decidí hacer algo diferente: cuando sirvieron el desayuno, convertí en proyectiles la fruta y el pan, primero ataqué a otros pacientes y luego a cada doctor que osada y estúpidamente intentaba terminar mis descargas. Finalmente la guerra terminó y en recompensa a mi heroica participación se me dio un cuarto aislado y un par de enfermeros que me ataron a una cama.
Un mes más tarde el acertado galeno determinó que mi periodo de descanso estaba completo.
Ahora, a más de cuatro años de esos peculiares días, a veces me despierto con ganas de hacer algo diferente y, a veces, atado a la cama sin ánimo de pensar.