Emoción.
Eran las 10 de la mañana y llegamos a la casa de don Américo y doña Inés, plantadores de maíz, de pino, de mandioca, de zapallo, de sandía, de maní, de pepino, en las sierras misioneras. Carlitos, su hijo (criado) de 34 años acarrea el agua desde lejos, ceba mate, desgrana el maíz, y sueña con curarse.
Hacía un tiempo que no volvía por ahí. Cuando llegamos hubo abrazos de aquellos que son fuertes agarradas, hubo sonrisas y miradas directas que hablaban claro y hondo.
Carlitos no se acordaba de mi, ni de mis compañeros de viaje, pero igual nos sonrió. Estaban descuartizando un lechón, alimento de las próximas semanas. Nos sentamos al sol a tomar unos mates con yerba de ahí nomás, de las plantas del patio, suave, tierna, amistosa, como las mismas manos de quien cebaba.
Mientras bailaban las palabras la danza del encuentro Carlitos siempre sonriente y aun sin conocernos paseaba el mate de boca en boca.
Fue un momento, quizá diez segundos, o uno, o mil, o las horas de los recuerdos, que salieron de pronto a pasear por la conciencia de Carlos, parado frente a mí y alcanzándome el mate: -¡Fernando!- recordó, volvió a pasar mi nombre por su corazón, volvía a pasar su nombre yo también como si recién nos hubiéramos encontrados.
Retrocedió con el mate vacío y con la sonrisa a pleno, nos habíamos encontrado en un segundo, o diez o no sé, en su corazón, o cabeza, o alma. Y cuando retrocedió cayó. Cayó al piso y se desparramó la pava y el mate y comenzó a temblar. Un duro temblar.
La epilepsia de Carlitos, que sufría desde hacía seis años, otra vez atacaba su cuerpo y su alma con la furia de un viento helado, con la impiadosa crueldad de un volcán estallado ya mil veces.
Estaba cada vez peor, física, psíquica pero no espiritualmente.
Estaba lejos de todo, sin médico, medicina, y a la sola de Dios.
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