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Capítulo I
Amanecía en la villa Itatí.
Unas voces me indicaban que se habían dado cuenta.
Mi madre se levantó quejándose por el barullo y apartó la cortina que hacía de puerta de la habitación. Volvió sobre sus pasos y pateó a Celia diciéndole que se levantara porque afuera estaba tirado Ignacio y había que entrarlo.
Mi hermana de catorce años se puso de pie apartando la cobija que la cubría junto a Sonia mí otra hermana de doce. Estiró el vestido, acomodó sus cabellos tirándolos hacia atrás y los sujetó con una traba. Javier y Pedro mis hermanos más chicos no se habían despertado, yo me quedé inmóvil aun después que Celia había salido y gritó que Ignacio estaba muerto.
Nunca me llevé bien con la pareja de turno de mi madre. Un pendenciero y borracho empedernido que llegó a nuestra caja de madera que servía de dormitorio, cocina y comedor. Tres por tres de mugre pestilente nos trajo el resentimiento con la vida. La promiscuidad de nuestra madre se contagió hacia todos nosotros. Los abusos, la ignorancia, la indefensión y la extrema pobreza fueron formando en mi mente un sentimiento extraño de deseos que pronto se expresarían ante todo lo que existiera a mí alrededor.
Talvez entonces comencé a odiar a la sociedad.
Talvez en el momento que hombres abusaron de mis hermanas cuando se cansaban de mi madre.
Talvez con trece años quise hacer lo mismo pero me dolían dentro de mi cabeza sus ahogados gritos de cuando fueron violadas allí a mi lado una y otra vez con el paso de los años.
Como no me atrevía con los hombres drogados o borrachos me desquitaba rompiendo vidrios a pedradas o apaleando perros o gatos.
Todos me decían “loco”. El Loco Juan. Un poco por mis actitudes y otro poco por algo que dicen tenía mi forma de mirar a los demás.
Aquella noche Ignacio llegó borracho. Su aliento invadió la miserable pieza. Cayó sobre mí y me quedé inmóvil esperando que se corriera hacia otro lado. Pero lo temido estaba por pasar. Resoplando tironeó de mi pantalón. Todos vivíamos de día y dormíamos de noche con la misma ropa. Nunca habíamos conocido sabanas.
Traté de sacármelo de encima y no pude. Muy pesado y grande para mí. Me tomó por atrás del cuello y sentí que me asfixiaba.
Creo que lo había pensado mil veces por eso salió bien.
Me habían dicho que el hígado es un órgano sensible y fácil de lastimar. La hoja de acero entró fácilmente y solo escuché un quejido.
Arrastré a Ignacio afuera y me recosté nuevamente. Si alguien dentro o fuera de la habitación escuchó o pensó algo, nunca lo dijeron.
Tan solo tenía trece años y comencé un viaje sin retorno.
¿Dije que amanecía?
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Texto agregado el 03-07-2007, y leído por 771
visitantes. (44 votos)
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Lectores Opinan |
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31-05-2015 |
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Gran realismo y veracidad en su relato. Suelo preguntarme, como integrante de la sociedad en que estos niños se desarrollan, qué podemos esperar nos devuelvan, cuando crezcan, de lo que han recibido en su niñez. Es cierto que la resiliencia existe; pero si no han pasado por la experiencia de ser amados, respetados y educados con el ejemplo, ¿de dónde abrevarán para devolver bien a cambio de todo lo recibido? -preciosa- |
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13-12-2011 |
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Ciertamente puede ser una buena crónica de lo que sucede habitualmente. NeweN |
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05-11-2011 |
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Muy buen relato de un episodio que desgraciadamente puede llegar a ser realidad...***** miriades |
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09-05-2010 |
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Muy bueno, sigo malaya |
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21-04-2010 |
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Que triste amanecer!!
me dolio el alma leerte... sigo
mis5* t besos míos llenos de compasión para el protagonista de esta genial historia. Espero que sea fíccíon
NILDA yo_nilda |
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