Devolvió el saludo con un ansia rara. Le conminé a entrar, solo porque no encontré más justificaciones para someterla a nuestra intemperie agresiva y es que aun impregnado en odio, su carita de cachorra hambrienta conseguía conmoverme… como no, si llenaba todo con su desamparo. Tras de mi venían sus pasos y en ellos una nueva graduación, con ellos un ángulo distinto, sin ellos yo. Subimos a mi habitación y cada escalón tras de nosotros se degradaba crujiendo, envejeciéndose, desapareciendo. Trabé el pestillo de la puerta, no se iba a escapar de mis cimitarras palabras, a su cueva no se regresaba sin cortarse. Tiré mi chaqueta en el entablado para darles noche a mis países microbianos, me deslicé entre las sábanas frescas de mi cama y adopté pose agonizante, semisentado en ella con las manos cruzadas en el vientre, seguramente le di pena, mal por ella. Ni se dio cuenta que todo el cuarto le gritaba un te amo destartalado y que desde las esquinas, vértices y agujeros de las arañas nos empezamos a borrar. Se sentó en el sillón oscuro, no tuve que decirle nada, sabía ya que no cabría allí al lado mío, no si llevaba entre sus piernas el escozor de otros platelmintos, no con el olor de Él. Del techo descendió una bruma roja como yo, la respiré muy hondo y abrí la boca…
Era mucha paz, aún no detonaba, no se sorprendió…
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