La última noche
La noche se hizo larga. Todos esperan el nuevo, nadie ignora que será decisivo. El capitán pasa largas horas limpiando su pistola.
En los obreros y sus familias hay sentimientos encontrados, se sienten fuertes, pero a la vez con la debilidad de quien se enfrenta a pecho descubierto contra las ametralladoras.
Alamiro, se sabe responsable de todos y eso le pesa más que los capachos que ha cargado en su vida y una nueva responsabilidad le ha caído del cielo, ¡Será padre! Su mujer correrá su misma suerte.
Los soldados, son los únicos que viven la vida con más liviandad, ellos sólo se limitarán a hacer lo que ordene su capitán.
Gómez, se siente acorralado, arrinconado por los obreros que, hasta antes de la huelga eran un piño de obedientes ovejas. Acorralado por los socios mayoritarios que le exigen acabe pronto con el paro y ahora también su mujer se une a quienes le acorralan. Sabe que su matrimonio se irá a la mierda si hay sangre de por medio.
Estela, pasa la noche en vela, a ratos dormita, a ratos ora, y también pide a la virgen por Ernesto, sabe que él estará en el grupo de mineros a la espera de la orden de matar.
El abogado busca en su cerebro los aspectos legales que le excluyan de la culpa por lo que puede ocurrir.
A las seis el cabo de guardia hace sonar el clarín que indica que el nuevo día ha llegado y que la tropa debe levantarse. Las marmitas con el agua ya están hirviendo, los soldados desayunan y a las ocho, junto con el izamiento de la bandera, los soldados se forman para recibir la Orden del día. Cuando se presenta el capitán, la tropa se cuadra, el capitán da los buenos días y los soldados al unísono le saludan. ¡Buenos días capitán!
El capitán revisa a la tropa, los mira uno a uno y colocándose en el centro habla.
—Soldados, estamos parados en tierra sagrada, sagrada porque está regada por la sangre de centenares de soldados como ustedes, soldados que dieron su vida para que este desierto forme parte de el territorio de Chile. Dios premió a esta tierra con este salitre que sirve para que las cosechas sean abundantes. Un grupo de mal agradecidos decidieron no trabajar más y se han parado, han hecho una HUELGA. Las cosechas van a ser menores y las familias de ustedes pasarán hambre por ello, pero La Patria nos ha dado la orden de terminar con esta huelga.
Hoy terminaremos con esta subversión, cada cual ha de cumplir con las órdenes que se les entreguen. Ustedes son la salvaguardia de La Patria, son el bastión en la cual se estrellarán todos los que se levanten contra el país y estos que trabajaban acá se han alzado en contra de nuestro Chile.
Soldados de la patria, cuando estemos en la estación con los mineros nadie debe hacer nada sin que yo lo ordene. Ayer hicieron ejercicio de tiro, dispararon hacia la pampa, hoy las cosas pueden cambiar y es muy probable que tengamos que dar un escarmiento a los que encabezan esta revuelta.
Sus comandantes de línea tendrán en sus manos la munición para los fusiles, se le entregarán en caso de ser necesario y sólo a mi voz usarán sus armas en contra estos rojos. Sólo a mi voz. ¿Está clara la orden?
—¡Sí mi capitán! – fue la respuesta
Luego tendrán la misión de buscar en las casas, toda arma que encuentren debe ser requisada y entregada a sus comandantes. Ustedes son soldados así que nada de robos. Quien sustraiga algo que no sea armas de alguna casa será castigado.
¡Teniente, dé la orden de descanso!
—¡Soldados, a discresión!
Los soldados se miraron y callaron, nadie dijo nada, no era necesario. Algo muy malo se puede venir sobre sus conciencias, la gran mayoría de los conscriptos son hijos de mineros, saben que los huelguistas piden mejorar sus vidas, que no hay delito en lo que hacen. Muchos recuerdan lo que ocurrió en la pascua del mil novecientos siete, eran niños pero la noticia recorrió todo el país.
—Buenos días, Fernando; Buenos días, abogado
—Buen día, Estela – respondieron ambos.
—Veo que los soldados estuvieron de arengas, ¿Qué harán ustedes?
—No hay mas reajustes, Estela, ya hemos cedido mucho –Responde Gómez.
—No quiero muertos y no deseo repetirlo una vez más. Voy a comunicarme con alguno de mis abogados para que vean la separación de las acciones, yo creo que voy a tomar dominio sobre esos títulos, lo que haga con ellos es cosa mía.
—Estela –dice el abogado- tampoco nosotros hemos querido llegar a esta situación, si no hubiesen sido tan tozudos los mineros estaríamos en otro pie, ahora es cosa de los militares, ya nosotros no tenemos nada que ver.
—¿Me ve cara de estúpida, abogado? Con ese argumento vive tranquilo, ¿su conciencia le dice que eso es lo justo? Usted es uno de los responsables de las muertes de la Escuela Santa María ¿Duerme tranquilo alguna noche? ¿Se le aparece alguna de esas madres en sus sueños? Señores, ustedes tienen la solución en sus manos, los militares están acá porque ambos los trajeron, la orden de asesinar la darán ustedes dos y nadie más. Ofrézcanles un trece o doce por ciento y volverán a trabajar, yo lo sé y nada tendrán que lamentar ¿Qué dice Londres?
—Londres –Dice Fernando- quiere que se trabaje pronto.
—Bien, les dejo con sus consciencias, espero no se les ensucien más de lo que ya las tienen.
Ambos hombres quedaron solos desayunando, Estela salió del comedor, su rostro está rojo de ira.
A eso de las tres de la madrugada, el tren dejó caer un paquete con periódicos, llegaron a la sala de reuniones y a las ocho y media de la mañana varios ejemplares fueron dejados en la cercanía de los soldados. Uno de ellos lo leyó y lo llevó al sargento Sanhueza, este lo hojeó y, al ver lo que está impreso se lo entrega al comandante.
De los ojos del oficial salen chispas con lo que está escrito...
“La Oficina –De propiedad de una compañía Inglesa con algunos socios chilenos- ha sido ocupada por el ejército.
Unos ciento cincuenta efectivos de uno de los regimientos de Iquique, al mando del capitán Herman Wolfgang han ocupado la Oficina para ahogar en sangre la huelga que realizan nuestros compañeros.
La huelga se prolonga por más de veinte días y no se ve que la compañía quiera acceder a las justas exigencias.
Capitán, ¿Dejará que sus manos se ensucien con sangre obrera, tal como las manos y conciencias de aquellos que asesinaron a nuestros hermanos en la Escuela Santa María?
El abogado Viera que defiende los intereses extranjeros es uno de los que fueron responsables de las muertes en Iquique ¿Lo hará de nuevo?
Al lado de la crónica, viene otra nota que habla que el hermano de una de las víctimas de la Escuela Santa María disparó en contra del general a cargo de la matanza.
El capitán enrabiado mira a Sanhueza.
—¿Leyó, sargento?
—Sí, mi capitán.
—Socialistas hijos de la gran puta, colocaron todo, lo único que les faltó es colocar mi dirección en Iquique, si la hubiesen sabido lo hacen. Malditos me las han de pagar y esa noticia debe haber salido de acá de la Oficina. Prepare la gente, Sanhueza.
—Permiso, mi capitán.
Se anotaron un punto los mineros. – Piensa Sanhueza- Alamiro, eres más inteligente de lo que yo creía, el diario no solo enfureció al capitán, creo que algo de temor tiene y más aún con la sutil noticia del atentado contra Silva Renard, voy a tener que felicitarte algún día si sales vivo de esta, mira que todo es probable.
A la casa del administrador también llegó un ejemplar, Viera palideció al ver su nombre, chispas salieron de los ojos de Fernando Gómez.
—Fernando, ¿cedemos algo más, o no?
—No, Viera, nada más, espero que el capitán logre que los obreros aprueben.
—Sí, pero sabes que ayer votaron por continuar la huelga.
—Qué se atengan a lo que viene.
Estela, luego de discutir con ambos hombres se metió a su habitación, se cambió de ropa, se colocó una falda oscura color tierra, una blusa en el mismo tono y zapatos bajos, se miró en la luna del espejo y sonrió.
A pesar de lo malo, que bien me siento, de no haber sido por esta huelga no me libero de este Fernando. No soy como mis amigas, que tienen amantes para un solo instante, ya pensaré en algo, pero, esto llegará a su fin hoy.
Tal como me dijo Tito, él estará con sus compañeros y correrá su suerte, a lo mejor esta será la última vez que lo vea, aún cuando iré a la estación a la hora crucial, voy a ver si viene Tito antes de las once.
Ella pasó por la cocina, dio algunas órdenes para el almuerzo y salió silenciosamente sin decir a dónde iba. Se dirigió al pedazo de tierra que será convertido en jardín por ese hombre que le hace latir con tanta fuerza el corazón.
A las nueve y media vio entrar a Ernesto en el terreno enrejado, le vio dirigirse hacia donde ella estaba. Le esperó llegar.
—Buenos días Ernesto
—Misia, buenos días – la miró y al oler el aire, se encontró con el perfume que emana del cuerpo de la mujer.
El cuerpo de Ernesto recibió una descarga eléctrica, se quedó quieto y enmudecido, miró a Estela sin saber que hacer o decir, olió otra vez, dio un paso hacia la mujer. Estela se sentía un poco dueña de la situación, pero, su cuerpo siente sensaciones extrañas, algo nuevo ha llegado a su ser, tampoco habla, sonríe seductoramente. Tito da otro paso, mira hacia todo el entorno, nada se ve, nadie se ve. Entran el la bodega para fundirse en un gran abrazo, Estela retrocede, Tito la sigue hasta caer sobre los sacos. Ella quita la camisa del hombre, lo abraza. La blusa es desabotonada con urgencia por Ernesto, descubre que nada hay debajo de la blusa, sus manos la exploran, levanta la falda, luego se baja los pantalones. La mira, está mudo, acaricia la cabellera, besa la frente y luego los ojos de esa mujer prohibida que se le entrega. Besa el cuello y su boca baja hasta alcanzar uno de los pezones y bebe, bebe de ambos. Estela lo aprieta contra ella, rasguña la espalda, le despeina y sus dos piernas se apoderan de la cintura de ese hombre que ha llegado a su vida para sacarla de su rutina, atenazado le hace entrar en ella. Nada importa, el movimiento de ambos cuerpos se hace acorde, simultaneo, se buscan los labios, se besan, se muerden, se reconocen, diez largos minutos dura la danza que han bailado ambos. Viene en primer lugar el orgasmo de ella y luego Ernesto. Se apaciguan y luego de un minuto Ernesto se retira para caer de espalda en los sacos. Estela, se queda tendida boca arriba, no se levanta, no escapa como la primera vez.
Abraza a Tito y se sube sobre él, le mira a los ojos. No busca una segunda vez, sino, busca mirar más de cerca a ese hombre, tan distinto, tan desconocido.
—Tito, Tito, Tito, no sé qué voy a hacer, no sé lo que será de ti después de hoy. Sólo dos hombres he tenido en mi vida, mi marido y tú. Nunca antes le fui infiel.
Ella baja la cabeza y la coloca sobre el corazón de Ernesto, escucha el galopar del corazón y se aprieta.
—No vayas hoy con tos compañeros, no quisiera verte herido o muerto, por favor no vayas.
—Estela, ¿Puedo decirte así hoy?
—Sí, es mi nombre.
—Tampoco se lo que va a ser de mí, pero, iré con mis compañeros, debo estar allí, debo cubrir a ese joven que es Alamiro. Voy a correr la suerte de todos, nada me hará estar en otro lado.
—Hombre, te entiendo, creo que les entiendo a ustedes, les respeto, pero, no deseo perderte.
—Somos de dos mundos diferentes, Estela, no me puedo enamorar de ti, más tarde cuando salgamos de acá, volveremos a ser la señora y el peón.
Ernesto la apretó fuerte, y la besó, se besaron una y otra vez. Estela buscó el torso de Ernesto y lo besó mil veces y luego abrió su ser para hacer entrar a Ernesto, y lo galopó como hábil jinete cuando lleva su cabalgadura por la pampa.
Luego de amarse por segunda vez, ella se retiró, se levantó, arregló su falda, colocó su blusa, arregló su cabello, se agachó y beso suavemente los labios del hombre. Limpió la tierra de su ropaje y salió de la bodega, entró a su habitación y se tendió en su cama para soñar.
A las once en punto Alamiro y sus dos delegados entraron en la oficina.
—¿Hay algo más en la oferta? –pregunta el capitán a Fernando.
—Nada más
—¿Qué resolvieron ustedes?
—Qué no habiendo más de un siete por ciento y habiendo pedido un veinte, seguimos la huelga.
—Araya, ¿se percata lo que hace?.
—Me entero de lo que hago y lo que significa, capitán.
—Araya, los quiero a ustedes tres en la estación en cinco minutos.
—Para allá vamos, señores, permiso.
Los tres obreros se dieron vuelta y salieron de la oficina de Gómez, luego salió el capitán, dejando a Gómez y Viera en la oficina.
—Viera, el capitán que no actuó cuando llegó, eso indica que no le será fácil dar la orden de disparar.
Estando en su habitación, Estela oye gritos que llegan desde las primeras casas de los obreros. Se levanta como si tuviese resortes y sale en busca de su marido, no lo encuentra así que se dirige a la estación. Al pasar ve que los soldados allanan el campamento, y que a la gente la mandan a la estación. Un minero trata de no dejar pasar a los soldados, se coloca en la puerta. Un cabo, le propina un culatazo con su fusil, lanza al hombre al suelo, la escena se repite en muchas casas. Nada de armas encuentra la soldadesca, si, algunas fichas y algún dinero que es metido en los bolsillos de los soldados.
Curiche
Julio 1, 2007
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