-¿Estáis seguro, amigo Sancho, de lo que decís? Mirad bien que yo veo molinos donde decís que hay gigantes.
-Pero mi señor don Quijote, ¿acaso no conocéis de los encantamientos que se usan contra los caballeros andantes como vos, que buscan confusión y haceros yerrar en vuestro camino?
-Es cierto lo que dices, mi buen Sancho... Pero doy fe de que este encantamiento ha de ser poderoso, pues, por más que me esfuerzo, mis ojos no distinguen gigante, ni ser vivo digno de ser tenido en cuenta como amenaza alguna.
-Precisamente, mi señor, precisamente es ahora cuando debéis mostrar vuestra fe en Dios y en vuestra señora Dulcinea, que arderá de pasión al saber que su amado caballero no sólo logró derrotar a tan temidos gigantes, sino que además no sucumbió ante engaños ni ardides extraños pues... ¿no soy yo, pobre de mí, capaz de distinguirlos? ¿Cómo vuecencia, tan ducho en saberes caballerescos, no vais a reconocerlos?
-¡Ah..! ¡Mi señora Dulcinea..! ¡A ella le debo mi vida, por ella merece que perezca!
-No hará falta perecer, mi buen señor, que para eso hay tiempo, sólo que arrecie fuerte contra esos gigantes, que no son molinos de viento.
-¡Me has convencido, buen Sancho! ¡Ea! ¡Dame mi lanza! ¡Voy a por ellos!
Y mientras Don Quijote cabalgaba presto, Sancho Panza calmaba su apetito con algo de pan y de queso que sacó de su zurrón, a la par que murmuraba:
-¡Viejo idiota..! ¡A ver si heredo de una vez..!
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